jueves, 22 de octubre de 2020


EL BAR DE MI BARRIO

Tengo un bar detrás de casa. Uno de esos garitos de dudosa catadura en los que conozco a gente que no se atrevería a poner los pies. El dueño es un tipo grande, de corazón abierto y mal café que escribe poesía y da unos abrazos que quitan el sentido, las penas y hasta la respiración. De hecho, en un rincón de la barra teníamos establecido hasta el 15 de marzo el rincón de los abrazos, que era un lugar en el que te aposentabas cuando habías tenido un mal día y le pedías abrazos a la gente. Hasta hacíamos sándwiches. Y a veces incluso sin que nos los pidieran, porque si algo es fácil de intuir es cuándo una persona necesita un abrazo. 
Aunque no la conozcas.

Es este un bar de solitarios, donde acudimos gente rara, de esa cuyos corazones son hoteles de paso en los que nadie se queda, en busca de cariño, conversación y buena música. Es un lugar acogedor, con un rincón dedicado a los libros y una clientela respetuosa, que acepta el derecho a la compañía o a la soledad de quienes hasta allí se acercan, como ese buen amigo que se sienta en una mesa, solo con su libreta y con su pluma, y junta palabras al abrigo de una jarra de cerveza. O ese otro que toca bajito la guitarra para quien quiera escucharle. O aquélla que coloca el ebook sobre la barra y se escapa del mundo durante unas horas. Personas como el resto que deciden ir allí porque saben que las van a tratar bien. Buena gente que no acaba de encontrar el sitio en casa, o que tiene un trabajo que le agobia, o que está atravesando un momento difícil de la vida. Muchos, la mayoría, vivimos solos y ese es el lugar al que acudimos cuando el mundo se nos viene encima y necesitamos distraernos y no nos vale con encender la tele, porque lo que precisamos es una pandilla de frikis que hablen de cosas de las que no entendemos, para sentirnos menos lerdos, o unos oídos sobre los que vomitar nuestra angustia o nuestra frustración.

Este año está siendo malo para todos, desde luego, pero el Covid no ha hecho desaparecer las pequeñas cosas que suceden en la vida y que agitan las emociones hasta provocar violentos terremotos. Varias de las personas que me rodean, y hasta yo misma, nos estamos viendo en esa situación. Y ese lugar era el lugar. El punto a que acudir para vaciar durante un rato la mierda del cerebro. Para hablar y reírnos y pedirle al camarero la canción que nos traía ese recuerdo. Y despedir la noche entre sonrisas y abrazos, con mascarilla, cuando nos parecía necesario.

Anoche nos volvimos a convocar allí. Se podía pasar lista y al cierre del local se unieron una amiga rompiéndose y un corazón hermano que nos va a decir adiós en breve. Y lloramos tanto que casi podíamos haber llenado las botellas que se vaciaron a lo largo de la noche. Porque hoy cada cual volverá a sus obligaciones de diario, a sus trabajos y a sus cuitas y a su televisión. Pero no podremos volver a reunirnos allí. Y si tenemos ganas de llorar, habremos de hacerlo solos. Y ese hombretón grande que cada día nos recibe con una gran sonrisa (se le nota en los ojos) va a bailar sobre la cuerda floja durante dos semanas, sin ingresos y con gastos, mientras el mundo gira, caótico, en busca de la solución a un problema que cada vez va dejando más víctimas inocentes a su paso.

#SafeCreative Mina Cb

 

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