sábado, 30 de noviembre de 2013




A FLOR DE PIEL
 
Descorrió la cortina para proceder al reconocimiento. La paciente yacía sobre la camilla, los ojos cerrados y una sábana que apenas le cubría del pecho hasta las ingles. Ella temblaba, la piel blanca y fría mientras él examinaba las ronchas que se iban extendiendo por doquier. Eran como pequeñas pústulas rojizas sin apenas relieve que salpicaban su epidermis. Retiró un poco el lienzo para comprobar si el reparto era uniforme y quedó al descubierto un cuerpo núbil y perfecto, ideal incluso, de una tersura que jamás había visto pese a las imperfecciones de la enfermedad que tanto preocupaba a las hermanas y que él, en principio y cuando le expusieron el caso, había achacado al aislamiento y a la incomprensión por parte del resto del grupo. Y que su conversación con la paciente antes de iniciar el reconocimiento físico no había hecho sino certificar.
 
Intentó concentrarse en su trabajo y posó sus manos sobre una de las manchas para comprobar la textura. Acercó la lupa y se aproximó para ver más de cerca la lesión. Fue entonces cuando sintió cómo la respiración de ella se agitaba, un gemido apenas perceptible que se agudizó cuando él colocó sus dedos sobre el lunar, haciéndolos girar despacio para comprobar su textura, primero en una dirección y luego en la otra, un círculo concéntrico que él dibujaba lenta, dulce, delicadamente…
Hubo de detenerse al notar su propia excitación. Se incorporó y fue entonces cuando vio sus senos hinchados, los pezones endurecidos apuntando hacia lo alto, los labios entreabiertos dibujando una sensual sonrisa, los ojos cerrados, la plácida expresión… y el acompasado vaivén del tórax tensando el vientre y descubriendo allá, al fondo, el frondoso bosque de su vello púbico.
Siguió palpando las ronchas, ahora más una caricia que una auscultación, y los círculos se fueron ampliando hasta abarcar todo su vientre, la hendida línea del esternón, el redondo contorno de sus pequeños pechos, sus hombros blancos y huesudos… y ella se agitaba, dejándose llevar,  los ojos cerrados, suspirando y gimiendo quedamente, arqueando la espalda, elevando la zona prohibida de forma que él sentía su olor invadiéndolo todo…
 
Miró a la silla donde reposaban, impecablemente dobladas, sus ropas de novicia erróneamente confinada en un convento. Miró los hábitos y a continuación la miró a ella, tendida sobre la camilla, desnuda y blanca, virginal y a un tiempo henchida de deseo… Contempló la placidez y la angustia que su rostro reflejaba, miró sus cabellos negros y brillantes que habían llegado ocultos por la toca, reparó una vez más en la perfección de la línea de su vientre, en la armonía de sus formas, en el modo en que su pecho se agitaba cada vez que sus dedos se posaban en la piel…
La contemplaba mudo, maravillado, como  nunca en la vida lo había estado delante de un cuerpo de mujer. Excitado por su presencia evanescente y por ese olor a hembra que se le metía en el cerebro y le impedía pensar con claridad.
 
Tomó la sábana para cubrirla y le pidió que se vistiera. Una vez lo hubo hecho la acompañó hasta la puerta y la dejó marchar sin decir una palabra.


viernes, 29 de noviembre de 2013




LA NAVAJA
 
Era grande y afilada, con la cacha color beige, de concha y con una rendija y un tornillo en el extremo que permitía guardar el imponente y acerado filo en su interior al finalizar la tarea. Mi padre la guardaba en su funda de madera laminada, un estuche de dos piezas que encajaban la una dentro de la otra mediante un rebaje en el extremo de una de ellas.
 
Era la navaja un objeto prohibido que sólo de vez en cuando y bajo supervisión paterna se nos dejaba contemplar, y hasta tocar a veces. Yo me miraba en el metal brillante, mis ojos en mis ojos, mientras sujetaba cuidadosamente el acero con ambas manos, una en cada extremo, sosteniéndolo entre mis dedos como algo más frágil que dañino. Hasta que mi padre me la retiraba con cuidado y daba comienzo el ritual.
 
A mi padre le gustaba afeitarse en la cocina las mañanas del domingo, que es cuando tenía tiempo para hacerlo a fondo. Mientras yo jugueteaba con las cerdas de la brocha colocaba un espejo de plástico pequeño, de esos rectangulares que llevaban una patilla que servía lo mismo como pie que como colgador y llenaba con agua templada una pequeña palangana de metal que también guardaba lejos de nuestro alcance para que no la utilizásemos para jugar a las cocinitas. Después se mojaba la cara, esparcía el jabón por la brocha y el olor del ungüento llenaba la cocina y el cuarto de estar. El olor del jabón es, estoy segura, uno de los más evocadores. El de mi padre era una barra cremosa envuelta en papel metalizado que él iba desenrollando y cortando y por cuya superficie a mí me gustaba deslizar el dedo índice y después llevármelo a la nariz. ¡Qué bien huelen las cosas de los seres queridos en la infancia! Mi padre me dejaba hacer mientras arrimaba la cara al espejo, acodado en la mesa, la mano izquierda tensando la piel desde  la base del mentón y la derecha sujetando la navaja. Ver el filo retirando la blanca pasta y dejando tras él fragmentos de piel tersa y rosada es uno de los espectáculos más fascinantes que puede contemplar un niño. Su pulso era certero y apenas quedaban resquicios de jabón en su rostro. Lo hacía lentamente, sin perder de vista ni su imagen ni el filo de la faca. Ni a mí, que me gustaba comerme el jabón de vez en cuando.
 
Una vez terminaba limpiaba cuidadosamente el bacín, la brocha y la navaja y volvía a guardarlo todo en su rincón, lejos del alcance de nuestras pequeñas y traviesas manos. Luego se vestía de domingo y me llevaba de paseo. A mediodía, cuando volvíamos a casa, el perfume del jabón aún permanecía en la atmósfera mezclado con el apetitoso olor de la paella.




 
LLEGA LA TRISTEZA
 
Llega la tristeza en velos,
en mutables ráfagas aéreas…
Llega a veces en forma de palabras,
de miradas otras,
de adioses a menudo,
de malentendidos con frecuencia…
 
Llega la tristeza en nubes
a veces densas y otras desvaídas,
negras o grises, pálidas, azules,
intermitentes o deshilachadas…
 
Llega la tristeza y muta
la paz en desazón, la risa en llanto…
Llega y se instala, llega y se apoltrona,
llega y se filtra, llega y nos invade…
Llega y todo se tiñe de tristeza.
 
… Y al fin, un día, como vino, parte
y nos deja en el alma un sedimento
como el café en la taza,
negro y amargo poso
que no nos abandona en un principio,
que se queda adherido,
y que tan sólo pude diluirse
por medio de un larguísimo torrente
de transparentes lágrimas.


lunes, 25 de noviembre de 2013





TARJETAS
 
Ya no me cabe la foto
de mi novio en la cartera…
ya no me caben los kleenex,
ya no me caben las perras…
Y es que el espacio que antaño
ocuparon las monedas
y los billetes lo ocupan
hoy un millar de tarjetas…
 
Todo empezó con la Visa,
tan funcional y moderna,
que lo mismo te servía
para pagar una cuenta
del súper, que pa sacar
cuatro o cinco mil pesetas
del banco sin hacer cola
y sin la oficina abierta.
Luego llegó la del nif,
oséase la de hacienda,
más tarde la sanitaria…
 
Y después, y a tumba abierta
se desató de repente
una lluvia de tarjetas:
La travel club, tan azul,
tan generosa y viajera,
la del corte inglés, tan verde
tan pija, tan pinturera,
la del día, colorada
como una capa torera,
la del carrefour, que tiene
dibujadita una flecha,
la del eroski, que es red
y te deja sacar perras,
la del cine, la del párking,
la de la gasolinera,
la del café de la esquina,
la del salón de belleza,
la de la peluquería,
la del gimnasio, la nueva
Visa que aún no has activado
porque funciona la vieja
y que llevas, por si acaso
metidita en la cartera.
La tarjeta para el metro,
la tarjetita de Iberia,
la de fichar en el curro,
la del bus, la de la escuela,
la del club de vacaciones
y la de la biblioteca...
 
Y yo es que ya me confundo…
ya no sé cual es la buena,
llevo al día la de eroski
y se enfadan las cajeras,
llevo al médico la travel
y no me dan las recetas
llevo al banco la del cine
y me mandan a la mierda…
 
No puedo más, lo confieso…
Esto ya se me apodera…
Por dios, si hasta el otro día
el mendigo de la acera
del super me colocó
en la mano una tarjeta
de fidelidad que dice:
“Su pobre de cabecera
le agradece las propinas
y le sujeta la puerta”


 


domingo, 24 de noviembre de 2013




NADA MÁS QUE AGUA (VERSIÓN NÚMERO DOS)
 
Nada más que agua. Eso era lo que  pensaba. Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y gran amor.
 
Tampoco era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla. Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
 
Lo regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que a elle le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas por si podían resultarle tóxicos.
En fin, que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
 
Pero de nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
 
No se atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que decidió, y puesto que él iba a venir a cenar aquella noche, comprar un tiesto idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y enamorada. Claro que como no tenía tiempo de ir hasta la floristería les llamó por teléfono para ver si podían servirle a domicilio. Envió una foto del difunto tiesto y el propietario de la tienda le prometió que tendría el rosal en su casa en menos de media hora. Le pareció perfecto puesto que su chico llegaría en cuarenta y cinco minutos.
 
Acababa de salir de la ducha cuando sonó el timbre del portal: era el repartidor de la floristería. Salió a recibirlo de cualquier manera, con el albornoz y las pantuflas y una toalla enrollada a la cabeza. El chaval, un apuesto joven de veintipocos años, llegaba desfallecido, enrojecido y sudoroso. Había subido las escaleras de dos en dos porque el ascensor estaba ocupado. Se fue a por la cartera y lo dejó en la puerta, aún con las flores en las manos. Cuando volvió con el dinero se abrió el ascensor y apareció su novio, con un ramo de rosas, que se quedó de una pieza al ver al efebo sudoroso y aún ruborizado y  a su chica con el rosal entre las manos.
 
“Puedo explicártelo, cariño”- le dijo.


sábado, 23 de noviembre de 2013





NADA MÁS QUE AGUA
 
Nada más que agua. Eso era lo que  pensaba.

Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y gran amor.
 
Tampoco era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla. Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
 
Lo regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que a ella le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas por si podían resultarle tóxicos.
En fin, que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
 
Pero de nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
 
No se atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que decidió, y puesto que él vendría a cenar a la noche siguiente, comprar un tiesto idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y enamorada.
 
En esos pensamientos se hallaba cuando sonó el timbre de al puerta. Era él, que pasaba por allí y había decidido hacerle una visita. Lo miró y no supo bien cómo reaccionar. Pensó en echarlo de allí con una excusa, en decirle que le dolía la cabeza, en contarle una mentira, en fin, y así ganar tiempo para sustituir la planta que aún “lucía” sobre la mesa del salón, a escasos metros de donde se encontraban.
 
Finalmente tomó aliento, lo dejó pasar y antes de que pudiera moverse le estampó un beso de tornillo tras el cual le soltó, solemne: 
“Cariño… hay algo que tengo que decirte”

viernes, 22 de noviembre de 2013



 
BAILANDO…
 
Me acompañan tus pasos,
tu invisible presencia,
esas palabras tuyas
que tan sólo yo escucho.
 
Camino entre la gente
mirando hacia otro lado,
hablando, haciendo gestos…
cantando en ocasiones.
 
Converso con las plantas,
dialogo con los bancos,
me enfado con las fuentes,
sonrío a las farolas…
 
Me miran por la calle
los niños, y a mi paso
murmuran en voz baja
que estoy como un cencerro…
 
Nadie te ve, tan sólo
yo siento tu presencia…
Nadie escucha tus pasos
al lado de los míos…
 
Nadie ve cómo ciñen
tus manos mi cintura
cuando juntos bailamos
en mitad de la plaza…
 
Nadie me cree, todos
me dicen que estás lejos.
… Y yo cierro los ojos
y seguimos bailando.
 

 


domingo, 17 de noviembre de 2013



DOMINGO
 
La maldita alarma… Mierda. No es posible que sea ya la hora. Me giro y echo una mirada a la pantalla. Y sí: es la hora. De pronto me doy cuenta de por qué tengo tanto sueño. Porque me acosté a las tantas. Y si me acosté a las tantas es porque salí. Y si salí es porque era sábado.
De modo, me sonrío entre las sábanas, que hoy es domingo.
Y respiro aliviada, y ronroneo a coro con el gato que se arrebuja perezoso tras la almohada y me enreda los cabellos. Y me doy media vuelta y escucho el acompasado ruido de la lluvia, y el ulular del viento. Y pienso (yo soy siempre así de aguafiestas con la poesía) que menuda suerte haber nacido en esta parte del planeta, donde tengo mi día de fiesta, mi casa calentita y mi mullido colchón. Y le doy un zarpazo al gato que acaba de saltar sobre mi estómago para recordarme que anoche no comí nada, tan fatigada estaba. Y me armo de valor y de mi bata guatiné y salgo a la cocina, de donde vuelvo con un tazón de colacao y unas galletas que comparto con mi Robin. Y llenamos la cubierta de pelos y de migas y de manchones de leche chocolateada. Y le doy un bofetón a mi otro yo que insiste en que me levante a por una esponja húmeda para quitar las manchas antes de que queden cercos y me digo que qué demonios, que para qué existen los productos químicos si no es para hacer desparecer la suciedad incrustada en los tejidos. Y una vez he terminado coloco el tazón boca abajo sobre el plato, me deslizo de nuevo entre las sábanas y arrastro mis pies hasta sentir el borde del colchón, estirando los músculos perezosamente para después hacerme un ovillo y colocarme en posición fetal, la cabeza cubierta por las mantas, y cerrar los ojos dulcemente dejándome arrullar por el sonido del viento y de la lluvia.
 
Hoy es domingo.






EL LUNES…
 
Llegó ayer viernes. Me esperaba en la puerta cuando volví a casa a la hora de comer. La miré un tanto recelosa. Pensé en dejarla allí, en ignorarla, en desentenderme de ella.
En fingir que no era mi problema. Que hacer como si no existiera podría hacerla desparecer de la faz de la Tierra. Que mirar para otro lado e ignorarla podría alejarla de mí para siempre.
Pero también supe que si no la recogía alguien acabaría por encontrarla y entregármela en mano, con lo cual sería imposible decir que se trataba de un error puesto que estaba bien claro que era mía. No podía cargar con el mochuelo a nadie.
Así que la metí en el bolso y una vez en casa la dejé sobre la mesa del salón.
 
Y ahí sigue. No me atrevo a abrirla. Casi prefiero no leer el contenido. Llevo meses esperándola y temiéndola a la vez. Desde que el gobierno anunció la última subida. Aún estábamos en verano, pero yo ya me eché a temblar…
“¡Ostias!- me dije-  Cuando llegue la factura de la luz del invierno me voy a cagar de miedo...”
 
Y ya ha llegado.
 
El lunes la abriré.


miércoles, 13 de noviembre de 2013





LA MÁQUINA DEL TIEMPO
 
Érase una vez, en un país muy lejano, un científico obsesionado por la climatología. Era tal su interés que llegó a tener los conocimientos y la osadía suficientes como para inventar la máquina que podía no sólo predecir, sino también modificar el tiempo.
 
La probó en su jardín, un prototipo a mínima escala, y en pocos días comprobó que funcionaba a la perfección. Por la noche tenía acceso a las predicciones del día siguiente y podía modificar, si así lo deseaba, el transcurso meteorológico de la jornada. Por ejemplo, y puesto que él sabía que la lluvia era necesaria, si al día siguiente estaba prevista una tormenta para, digamos, las tres de la tarde y él tenía invitados a comer en el jardín, programaba la tempestad para las nueve o las diez de la noche, cuando ya sus amigos se habrían marchado. Siempre, claro está, que no hubiera nada interesante en la televisión, porque a él no le gustaba tener el aparato conectado durante las tormentas.
Por eso de los rayos.
 
Una vez hubo ensayado lo suficiente se dirigió a la oficina de patentes y registró el invento. Después se puso a construir aparatos a gran escala y a ofrecerlos a los presidentes de los países. En cuestión de unas semanas no daba abasto. Sobre todo las zonas más afectadas por catástrofes naturales como huracanes, monzones e incluso terremotos se interesaban en un descubrimiento que les permitiría ya no prevenir, sino abortar las catástrofes que les azotaban con frecuencia…
 
Pero ¡Ay!.. el ser humano nunca está conforme con su suerte, y la máquina que en principio había sido concebida para regular el clima de un país e incluso un continente entero comenzó a fabricarse a pequeña escala, y a venderse a particulares caprichosos que tenían el suficiente dinero como para pagarla. Y ahí empezó el caos, porque todo el mundo quería modificar la atmósfera a su antojo, y si éste programaba sol porque su niña se casaba, el de al lado provocaba lluvia porque acababa de terminar la siembra y necesitaba el agua para sus cosechas. Y así el planeta se llenó de zonas umbrías y lluviosas que de repente se trocaban en climas desérticos, y las gentes iban por las calles sin saber a qué atenerse, y el verano y el invierno se convirtieron en dos palabras cuyo significado nadie conocía, y las frutas no llegaban nunca a madurar, y sólo llovía por la noche y de lunes a jueves, y nada más nevaba en Nochebuena, y poco porque en cuanto el manto blanco empezaba a ponerse resbaladizo salía un sol de justicia que derretía todo en un instante… Y las agencias de viajes se fueron a la porra, nadie quería viajar con ese descontrol…
 
Y la situación se iba volviendo cada vez más y más caótica, de manera que el pobre inventor no hacía sino lamentarse de su idea… Él no quería eso, nunca había sido su intención. Había prevenido a los gobiernos de la peligrosidad de permitir el acceso a su invención de gentes sin la preparación suficiente. El ingenio, había advertido, debía ser utilizado con mesura y en bien de la humanidad, y no de forma caprichosa y en beneficio propio…
Pero nadie le escuchaba. Su discurso no eran sino las palabras de un viejo loco sin ningún interés por el progreso. Y los dirigentes que hacía un tiempo le habían abierto las puertas de sus despachos no estaban ahora dispuestos a dedicarle un minuto de su tiempo...
 
De modo que una noche sacó del desván el prototipo, que llevaba meses encerrado allí, programó una aparatosa tormenta eléctrica y se sentó en el jardín, el televisor encendido, a esperar la caída de los rayos.


lunes, 11 de noviembre de 2013





LA MÁQUINA DE LEER EL PENSAMIENTO
 
Ya está aquí. Me lo llevo temiendo varios años, desde que empezaron a construir esos engendros diminutos e inteligentes que todos llevamos en el bolsillo y a los que los gurúes del planeta han disfrazado con el nombre de teléfonos.
 
Y es que acaban de inventar una diadema que se conecta al ipod pero que en realidad es una máquina de fotos un tanto particular. El aparato detecta un cambio en las ondas cerebrales y transmite al dispositivo móvil la orden de tomar la foto. Así sin más. Con un par. Por su cuenta y riesgo. Sin preguntarte nada y sin pararse a pensar. En fin, que tú vas un suponer a Donosti un día de verano y cada vez que le echas el ojo a un surfero te lo retrata. Lo que ya no sé es si la máquina afina lo suficiente como para saber a qué parte del individuo estabas mirando. Porque lo mismo te han gustado sus ojos y el teléfono le toma una instantánea del paquete. O a la inversa.
 
Pero no es eso lo que me preocupa. Lo de las fotos quiero decir. No, porqué tú te conectas el ingenio y oye, a tu bola, escuchando música con los cascos y haciendo retratos con el cerebro. Y sin meterte con nadie.
A mí lo que me preocupa de todo esto es que lo mismo que el chisme este lee tus impulsos cerebrales y decide que ese pedazo de catedral que tienes delante se merece ser inmortalizada, quién sabe si no existe también una diadema de esas capaz de detectar los pensamientos. Y a ver qué hacemos entonces. Claro que eso no entraña una enorme gravedad siempre que tú te la pongas a ti mismo. Pero también es una tontería leerse el propio pensamiento. Tiene más encanto ver el de los demás. Y así, tú te haces con uno de esos inventos y cuando tu chico venga a casa a las tantas y te diga que vuelve del trabajo, esperas a que se duerma, le pones la diadema y descubres que el único pensamiento que ocupa su cerebro es el lunar que una de tus mejores amigas tiene justo al  lado del chichi. Y ya no tienes ni que preguntarle ni que montarle la bronca. A la mañana siguiente en cuanto se vaya a currar metes sus trastos en una caja, llamas al cerrajero y lo dejas en la puta calle. Sin acritud.
 
Pero ni siquiera eso es lo peor. Lo peor, y me temo que ya esté inventado pero nadie nos haya dicho nada, es que se llegue a programar una aplicación como la de los códigos Qr (esos que se utilizan en los conciertos, por ejemplo, y que los taquilleros leen con un escáner) mediante la cual sea posible leer los pensamientos con un ipod de la misma forma que ahora los aparatitos de las taquillas leen esos códigos de barras: esto es, que para saber lo que piensa el otro no tengas que hacer más que ponerle el móvil delante. Y decirle que es para una foto.
Y así el muy gilipollas no sólo se queda quieto sino que aún encima te sonríe.
 
Tiempo al tiempo.


domingo, 10 de noviembre de 2013




EL PESO DEL SILENCIO
 
La tarde es gris…
 
Pesa el silencio,
y se van deslizando las palabras,
alineadas, marciales,
una detrás de otra...
expectantes y aún mudas,
lo mismo que las notas que duermen
ovilladas y ausentes
en el interior de la caña de una flauta
esperando con ansia
el soplo milagroso,
el hálito dulcísimo y divino
que las hará deslizarse,
suave, cálida,
armoniosamente
por el interior de la cavidad
cilíndrica y sedosa
hasta salir, canoras y entonadas,
tristísimas a veces,
festivas si se tercia,
o tal vez susurrantes,
y llenar el vacío del espacio
desprovisto de acordes,
carente de belleza,
desnudo de emociones…
 
Son las notas palabras en mis manos
desgranando sonidos,
metáforas, canciones…
espacios habitados
por fusas y corcheas,
por emes y por haches,
por notas y por versos
en esta tarde lánguida y ociosa
de nostálgico otoño.
 
… Es pesado el silencio
 


sábado, 9 de noviembre de 2013





¡¡¡Y ZAS!!!
 
Voy a dejarlo, me digo…
Y me apunto a terapias,
hago yoga y pilates,
técnicas orientales de relajación
mental y muscular.
 
Me tumbo en el suelo,
las rodillas flexionadas,
las vértebras en línea,
el cuello arqueado levemente,
la cabeza elevada
y un poco inclinada hacia atrás…
 
Y cierro los ojos
y respiro hondo
y siento cómo todo mi cuerpo se relaja:
inspiro y… ¡Zas!
los dedos de los pies…
inspiro y… ¡Zas!
los talones…
inspiro y… ¡Zas!
los tobillos…
 
Más tarde, zas… zas… zas…
las piernas, las rodillas y los muslos…
Zas, zas, zas…
las caderas, el vientre, los dedos de las manos…
Zas, zas, zas…
los brazos y los hombros, el cuello, las orejas…
Zas, zas, zas….
sólo me falta ella
 
Y zas, zas, zas…
Zas, rezás y requetezás…
Y zas y zas…
¡¡¡Y zas he dicho!!!
Y nada, no hay manera…
no hay terapia que valga…
Abro un ojo y miro en torno a mí:
toda la gente dormita,
feliz y relajada…
el cuerpo distendido,
ausente la cabeza, en fuga las ideas…
 
Y yo que zas, zas, zas…
Y mis sienes ardiendo,
y el cráneo que ahora es una gran marmita
donde hierven, bullentes,
bailonas, juguetonas,
las ideas que nunca echan la siesta,
que nunca se van de vacaciones,
que no entienden de zenes ni gurúes…
 
“Tengo que hacerlo”, me digo…
“Tengo que dejarlo…
Tengo que ser normal, domesticarme,
tengo que adormecer mi fantasía…
tengo que relajarme”, me repito.
 
Y entono el mantra…
“Oooooooommmmm”
y me concentro,
y casi lo consigo, pero el vuelo
de una leve pelusa
me trasporta al país donde las hadas
han provocado
con el fin de desorientar a los dragones
una violenta tempestad de nieve
que permitirá abrirse paso a un ejército de unicornios
que finalmente abatirán al adversario…
 
Mi cerebro y el zen… ese conflicto