jueves, 10 de enero de 2019





EL BARCO DE PAPEL

Era, desde su más tierna infancia, un avezadísimo constructor de aviones de papel. De hecho, asombró a sus padres a los pocos meses de su nacimiento montando uno con un sobre vacío de flan Royal que su madre perdió en el suelo de la cocina. Aún no iba al colegio cuando ya había llenado la casa de reproducciones de todas las aeronaves habidas y por haber… los elaboraba instintivamente, como si su cabeza fuera un enorme hangar donde se hallasen los planos de todos los modelos de todas las marcas de la historia.

Y solo con papel.

Esta habilidad suya, sumada a una cierta chulería de sus padres que fardaban de niño por donde quiera que fueran, hizo que se ganara la enemistad o las envidias de casi todos sus compañeros de colegio. Solo tenía un amigo, que lo acabó mandando a hacer puñetas harto de su egoísmo y su soberbia.
Pero a él le daba lo mismo. Siguió en sus trece, con sus pliegues y sus fuselajes, y llegó a la edad adulta convertido en un ser insoportable; uno de esos tipos que piensan que mean Channel número cinco y cagan Ferreros Rocher.

Uno de esos.

La oportunidad de su vida, esa que él estaba seguro de merecer tantísimo, le llegó de la mano de un programa de televisión. Era una de esas emisiones donde la gente que hace cosas extraordinarias se presenta, demuestra su talento, y si tiene suerte hasta ingresa en el libro Guiness. Que por algo hay un notario en el plató.

El día de la prueba se atiborró de tilas, se llenó los bolsillos con todos sus amuletos, se puso sus gayumbos de la suerte y se plantó en el estudio como si fuera una estrella del rock; exigió varios botellines de agua de distintas marcas, tres toallas de los colores de la bandera italiana para secarse el sudor, un paquete de chicles de mora, una bolsa de caramelos con sabor a mango y calabaza y una silla ergonómica carísima que la productora tuvo que traer desde Noruega.

Y empezó el desafío: 40 horas ininterrumpidas sin dejar de plegar. Pero no lo que él quisiera; no. El reto consistía en construir los modelos que los espectadores le solicitaban; o sea que no solo tenía que ser hábil, sino además poseer unos sólidos conocimientos de aeronáutica.

Y así, ante los atónitos ojos de los miembros del jurado fueron desfilando Jumbos, Concordes, Boeings… aviones de guerra, de pasajeros, vehículos privados… De sus dedos nacieron la aeronave de Lindbergh, el biplano del Barón Rojo y hasta el primigenio aparato de los hermanos Wright.

Un chiquitín se colocó ante la mesa. Le tendió una hoja de periódico y le dijo:
“¡Háseme un badco!”
Nuestro hombre se quedó de una pieza… Nunca jamás en su vida alguien le había pedido algo así. Bajó la mirada, tomó el papel y empezó a plegarlo y desplegarlo hasta convertirlo en un amasijo de letras ennegrecidas que estaban muy lejos de representar a cualquier figura conocida.

“Pos vaya miedda de constductod que edes…”, le dijo el niño. Y, tomando el papel, lo desplegó y en un momento montó un enorme navío que lo mismo servía para surcar los mares que para disfrazarse de Napoleón. Y se lo plantó sobre la mesa, delante de las narices.

El niño se fue, la mar de digno. Y el ingeniero papirofléxico se quedó ahí, inmóvil como un poste, contemplando la nave con una cara de gilipollas que todavía le dura.

#SafeCreative Mina Cb

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