lunes, 15 de agosto de 2022


 

MONCAYO

La otra tarde volvía de Almazán. Amenazaba tormenta y un fragmento de arcoiris asomaba de su perfil, surrealista entre las nubes. Llovía a tramos y la temperatura era fresca y agradable. Yo rezaba bajito y de mentirijillas, porque soy atea, para que la tromba no me agarrase en ruta mientras miraba, hipnotizada, la banda multicolor que brotaba, como Excalibur, desde las entrañas de la montaña mágica.

Los riberos lo llamamos el Obispo Muerto, porque visto de derecha a izquierda, se pueden distinguir la mitra, las manos cruzadas sobre el pecho, la descendencia del vientre prominente y al final los pies. Es la referencia a través de la que te orientas cuando la brújula se te despista en la Bardena. Es la figura que te anuncia, cuando vienes de lejos, que ya has llegado a casa. Y es la mole que te absorbe cuando una mañana cualquiera de domingo te acercas hasta allí para dejar que la magia de su entorno te envuelva y te transporte. Es la línea nevada y sinuosa de los días azules del invierno. El refugio sombrío y confortable del asfixiante agosto. Y el esperado encuentro cada otoño con los sabrosos níscalos. Es luz, sombra y abrigo. Y poesía. Y arte. Y pueblos que se sienten orgullosos de serlo. Y que cuidan sus calles y su entorno. Es el dios que nos nutre y nos protege. El lugar donde nunca nos sentimos extraños. Es el oxígeno que hace posible nuestra vida y la de los cientos de seres que lo pueblan. Es corzo y jabalí, sapo y hormiga. Es sudor y amistad y esfuerzo compartido. Es la cumbre desde la que gritas, jubilosa, con el mundo rinidiéndose a tus pies tras el ascenso. Es necesario como lo es el agua. Como lo es un árbol.

Como lo es un padre.

#SafeCreative Mina

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