domingo, 8 de septiembre de 2019




CAMILO

Tenía nombre de rey con faltas de ortografía y enamoró a toda una generación de chicas que estaban hasta el gorro del Manolo Escobar de sus progenitoras. Era melenudo y poseía una voz profunda, y le grababan cantando en bordes de acantilados, los cabellos al viento y el brazo alzado al cielo al terminar la pieza. Era varonil, con ese no sé que que encandila a las niñas y preocupa a las madres. Y llevaba camisas a medio abrochar y pantalones de pata de campana.
Recibió, seguro, muchas cartas de amor y puede que hasta contestase alguna. Y seguramente también tuvo tórridos encuentros con fans que le guardaron el secreto porque en aquellos tiempos la castidad prematrimonial era una obligación. Y hasta me imagino que habría por ahí algún chaval de pueblo que se le pareciera y que arrasaría en las verbenas de verano a costa suya. Aunque supongo que sin llegar hasta el final.
Fue un mito. Un mito de verdad, de los que se recuerdan. Su voz y su presencia, las letras de sus canciones en las que hablaba de amor y desamores (que viene a ser los mismo) y toda la magia que envolvía a su persona hicieron de él una leyenda cuando las leyendas eran algo inaccesible y mágico. Antes de Twiter y del periodismo despiadado. Antes de la enfermedad que aniquiló su ego y lo convirtió en una patética copia de sí mismo. Quizá debería haberse resignado: aceptar que era el peaje por todo lo vivido y retirarse, como otros, a vivir una existencia en paz y anónima y dejar que los pósters que aún figurarán en las viejas carpetas de alguna de las adolescentes que lo amaron lo mantuviera intacto e inmortal.

Que es lo que siempre sucede con los grandes.

SafeCreative‬ Mina Cb

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