lunes, 15 de agosto de 2016

 



CRONOS

La otra mañana, en el transcurso de una de esas conversaciones deslavazadas que a veces se establecen por el chat, un conocido y yo mezclábamos el calendario con la lluvia. La lluvia en Galicia para ser exactos. Que es tan maravillosa como en Sevilla solo que al ser bastante más frecuente acaba por hartar un poco y hasta puede llegar a hacer que el otro tiempo, el que destilan los relojes, se nos antoje interminable.
Y me di cuenta entonces (reconozco que me ha llevado décadas de tiempo computable) de que tanto el calendario como el reloj son dos inventos creados por el hombre para organizar la vida. Para controlarla. Para que el envejecimiento, las mareas, la luna y las nevadas no nos den tanto miedo. No nos sorprendan. No nos resulten algo incomprensible. Y así, sin proponérnoslo (o quizá sí), hemos desarrollado un complejo mecanismo en el que encajan cosechas, ferias, cursos escolares y hasta cálculos de natalicios con una exactitud más o menos programada. De ese modo podemos sentirnos soberanos del tiempo y no al contrario, y verlo pasar con la tranquilidad de quien tiene la sartén bien cogida por el mango.

Pero el tiempo es voluble y relativo, como dicen los científicos, y nuestra sensación de ser los amos del cotarro no es más que una ficción, un castillo de naipes que se desploma al menor soplo de viento. Y nunca mejor dicho, porque a la relatividad que diferencia dos minutos de orgasmo con el mismo tiempo de tortura se acaba sumando el otro tiempo, el atmosférico, ese que hace que una pedregada que dura un santiamén arruine la cosecha de toda una comarca. Y es entonces cuando miramos al cielo para pedir a Dios explicaciones. Porque no conseguimos entender que la voluntad del tiempo, de los tiempos, se nos escape de las manos y nos ponga en evidencia ante nosotros mismos cuando le viene en gana.

Y es que no hay cosa peor que empeñarse en gobernar al que, nos guste o no, tiene la llave que abre y cierra nuestra vida.

#SafeCreative Mina Cb

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