domingo, 25 de agosto de 2013




 
VIEJOS TIEMPOS
 
Tal vez sea mi espíritu romántico o tal vez, quién sabe, una infancia vivida entre serrín y clavos, pero lo cierto es que siento una enorme atracción por las naves olvidadas y me cuelo, siempre que es posible, para recrearme en la contemplación de las viejas herramientas, de los montones de chatarra no siempre inservible, de los restos de las evoluciones y los vaivenes de las gentes que en su día hicieron de aquellas tareas hoy abandonadas el motor de su existencia.
 
Me gusta hollar los suelos herrumbrosos y levantar nubes de polvo que se esparcen, juguetonas, entre las franjas soleadas que los desmembrados techos dibujan en mitad de las estancias. Me gusta el olor a metal y a carbonilla, el leve tufo de las chispas de la forja, el rancio crujir de las maderas astilladas, la sobria resonancia de los viejos vidrios al rodar por el pavimento, el redondo perfil de las antiguas bornas de cristal. Me gusta pasear en silencio, en solitario, las manos en los bolsillos y la mirada hacia lo alto, dejándome invadir por la enormidad de esos espacios antaño bulliciosos; me gusta comprobar la solidez de las cerchas metálicas que los sostienen, y que han sobrevivido, a veces un tanto retorcidas, al fuego, al agua y a los golpes. Me gusta imaginar las vidas de quienes los ocuparon, empleados vestidos de oscuro, las manos cubiertas de callos y de tizne, las caras teñidas por el humo, las espaldas dobladas por el esfuerzo. Me gusta pensar en esos hombres rudos y callados que trabajaban de sol a sol y se miraban a la cara para hablarse, en esos hombres que tomaban medidas con metros de madera, que marcaban los contornos con lápices de grafito, que serraban con cuchillas de metal, que moldeaban con fresas y tornos y que remachaban a golpe de martillo. Me gusta pensar en esa época en que los chillidos de la sierra sustituían al ahora omnipresente tableteo del teclado, en que los dedos comprobaban la eficacia de la lija, en que los anaqueles de las oficinas se hallaban repletos de libros, de carpetas, de legajos y de planos en papel,  en que los problemas se solucionaban con una llave inglesa y unas gotas de aceite…  en que el domingo era fiesta de guardar… en que la vida transcurría más despacio.
 
Tiempos duros y simples: viejos tiempos.

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