miércoles, 28 de agosto de 2013




EL TRONO
 
El caserón se hallaba (se hallará, supongo, todavía) en una zona despoblada, y servía sin duda de refugio a transeúntes, temporeros y demás especies nómadas: gentes sin demasiadas exigencias que llegan y pasan y dejan las trazas de su estancia: envoltorios mohosos, platos desconchados, cuadernos infantiles… basura, en fin, de procedencias varias.
 
Al fondo, bajo un portalámparas vacío y bañada por la luz que atravesaba el techo destejado, una silla presidía la sala. Se hallaba abandonada, encaramada sobre un altillo, ridícula y desconcertante al mismo tiempo.
 
Y me hizo pensar, lo que es la vida, en la presencia de un dios de carne y hueso; una especie de Spielberg que organizaba todo aquello, que desde ese trono encarnado gestionaba la miseria, que se ocupaba de filmar las vidas de esas pobres gentes, de dirigir un morboso gran hermano donde los protagonistas dormían en el suelo y comían lo que habían encontrado escarbando en los contenedores. Como si las cotidianas escenas de miseria que se sucedían en el interior de aquella casucha sin puertas ni ventanas no fueran sino el resultado de un guión cuidadosamente escrito, como si esos niños que garabateaban sobre sus hojas de papel cuadriculado fueran actores que una vez terminado el rodaje volvían a sus casas a dormir con el estómago repleto, como si todas las cosas que sucedían en ese cuarto no tuvieran otro fin que el de entretenernos, que el de distraernos, que el de servirnos de consuelo y convencernos de que, al fin y al cabo, tampoco estamos tan mal como creemos…

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