EL
TRONO
El
caserón se hallaba (se hallará, supongo, todavía) en una zona despoblada, y
servía sin duda de refugio a transeúntes, temporeros y demás especies nómadas:
gentes sin demasiadas exigencias que llegan y pasan y dejan las trazas de su
estancia: envoltorios mohosos, platos desconchados, cuadernos infantiles…
basura, en fin, de procedencias varias.
Al
fondo, bajo un portalámparas vacío y bañada por la luz que atravesaba el techo
destejado, una silla presidía la sala. Se hallaba abandonada, encaramada sobre
un altillo, ridícula y desconcertante al mismo tiempo.
Y me
hizo pensar, lo que es la vida, en la presencia de un dios de carne y hueso;
una especie de Spielberg que organizaba todo aquello, que desde ese trono encarnado gestionaba la
miseria, que se ocupaba de filmar las vidas de esas pobres gentes, de dirigir un
morboso gran hermano donde los protagonistas dormían en el suelo y comían lo
que habían encontrado escarbando en los contenedores. Como si las cotidianas
escenas de miseria que se sucedían en el interior de aquella casucha sin
puertas ni ventanas no fueran sino el resultado de un guión cuidadosamente
escrito, como si esos niños que garabateaban sobre sus hojas de papel
cuadriculado fueran actores que una vez terminado el rodaje volvían a sus casas
a dormir con el estómago repleto, como si todas las cosas que sucedían en ese
cuarto no tuvieran otro fin que el de entretenernos, que el de distraernos, que
el de servirnos de consuelo y convencernos de que, al fin y al cabo, tampoco
estamos tan mal como creemos…
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