EQUIVOCARSE
“ERA” HUMANO
No
puedo más. Lo confieso. Quiero volver a ser imperfecta. Reivindico el derecho a
perderme, a confundirme, a quemar las lentejas… Estoy hasta el gorro de
correctores, de navegadores, de programadores… Quiero ir de Murcia a Zaragoza
pasando por Badajoz, dejarme la puerta del coche mal cerrada sin que el
ordenador de abordo me haga sentir una delincuente y escribir vurro con v
porque me da la gana sin que el puto corrector me subraye la palabra o, lo que
es peor, me la cambie de ortografía sin siquiera pedirme opinión. Quiero
desprogramar el móvil para que en la lista de contactos no me aparezcan, aparte
de mis amiguetes, todos los agregados que tengo en el face. A ver, no es que yo
tenga nada en contra de mis amistades cibernéticas, pero veo bastante
improbable que me dé a mí por llamar a uno de mis colegas argentinos para que
venga a echar un mus mañana por la tarde. Y luego que con tanto personal la
pantalla de mi móvil empieza a parecer la lista de los títulos de crédito de
una superproducción de Cecil B de Mille, que casi duraba más la parte de las
letras que la peli. También quiero que mi gps se vuelva inteligente, esto es,
interprete mis tacos y sepa, en cuanto escuche el primer “tuputamadre”, que si
no puedo coger la dirección que él (o ella) me indican es porque en mitad de la
calle Marqués de la Ensaimada hay media docena de excavadoras y una zanja de
doce metros de profundidad. Quiero que esa placa de inducción tan moderna y tan
eficientísima que tengo en la cocina se haga amiga de mi gato, y entienda de
una repajolera vez que no es necesario que se bloquee y se niegue a funcionar
cada vez que el pobre bicho aposenta sus reales sobre su hipersensible célula
fotoloquesea. Quiero que la caja del supermercado no muestre en su visor la
expresión “no existe” cuando la cajera coloca ante el escáner el paquete de
galletas que yo he escogido para merendar aquella tarde. Quiero que el cajero
automático no me diga “Cajero no operativo. Inténtelo en otra sucursal” a las
tres de la mañana, en Pernambuco y sabiendo que el barrio donde se halla la
“otra sucursal” está, además de lejísimos, plagado de delincuentes. Quiero
poder desactivar las puñeteras ventanas emergentes que aparecen en la pantalla
de mi ordenador sin que yo sepa muy bien cómo han llegado hasta allí. Quiero
que cuando llamo por teléfono a la compañía eléctrica, a medianoche y en
febrero, una maquinita parlanchina no me pida el número de contrato una y otra
vez mientras yo intento explicarle que cómo demonios quiere que busque el
contrato, lea la cifra y la teclee si el motivo por que los llamo a esas horas
es precisamente porque se ha ido la luz. Quiero que los secamanos automáticos
no me obliguen siempre a volver a la cabina del retrete a buscar papel mientras
voy dejando un reguero de gotitas. Quiero que el segurata del aeropuerto no me
deje en bolas delante de todo el personal porque el escáner ha confundido mi
polvera con una mina antipersonas…
Quiero,
en resumen, que me den el derecho a equivocarme, a expresarme, a cabrearme, a
protestar y a pillarme rebotes antológicos… Reivindico desde aquí mi condición
humana e imperfecta: exijo que el estado me dote de un dispositivo capaz de
comunicarme de forma eficaz e inteligente con todos esos engendros
cibernéticos. O, en su defecto, que me faciliten un hacha.
Para
reventarlos.
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