viernes, 2 de agosto de 2013





EQUIVOCARSE “ERA” HUMANO
 
No puedo más. Lo confieso. Quiero volver a ser imperfecta. Reivindico el derecho a perderme, a confundirme, a quemar las lentejas… Estoy hasta el gorro de correctores, de navegadores, de programadores… Quiero ir de Murcia a Zaragoza pasando por Badajoz, dejarme la puerta del coche mal cerrada sin que el ordenador de abordo me haga sentir una delincuente y escribir vurro con v porque me da la gana sin que el puto corrector me subraye la palabra o, lo que es peor, me la cambie de ortografía sin siquiera pedirme opinión. Quiero desprogramar el móvil para que en la lista de contactos no me aparezcan, aparte de mis amiguetes, todos los agregados que tengo en el face. A ver, no es que yo tenga nada en contra de mis amistades cibernéticas, pero veo bastante improbable que me dé a mí por llamar a uno de mis colegas argentinos para que venga a echar un mus mañana por la tarde. Y luego que con tanto personal la pantalla de mi móvil empieza a parecer la lista de los títulos de crédito de una superproducción de Cecil B de Mille, que casi duraba más la parte de las letras que la peli. También quiero que mi gps se vuelva inteligente, esto es, interprete mis tacos y sepa, en cuanto escuche el primer “tuputamadre”, que si no puedo coger la dirección que él (o ella) me indican es porque en mitad de la calle Marqués de la Ensaimada hay media docena de excavadoras y una zanja de doce metros de profundidad. Quiero que esa placa de inducción tan moderna y tan eficientísima que tengo en la cocina se haga amiga de mi gato, y entienda de una repajolera vez que no es necesario que se bloquee y se niegue a funcionar cada vez que el pobre bicho aposenta sus reales sobre su hipersensible célula fotoloquesea. Quiero que la caja del supermercado no muestre en su visor la expresión “no existe” cuando la cajera coloca ante el escáner el paquete de galletas que yo he escogido para merendar aquella tarde. Quiero que el cajero automático no me diga “Cajero no operativo. Inténtelo en otra sucursal” a las tres de la mañana, en Pernambuco y sabiendo que el barrio donde se halla la “otra sucursal” está, además de lejísimos, plagado de delincuentes. Quiero poder desactivar las puñeteras ventanas emergentes que aparecen en la pantalla de mi ordenador sin que yo sepa muy bien cómo han llegado hasta allí. Quiero que cuando llamo por teléfono a la compañía eléctrica, a medianoche y en febrero, una maquinita parlanchina no me pida el número de contrato una y otra vez mientras yo intento explicarle que cómo demonios quiere que busque el contrato, lea la cifra y la teclee si el motivo por que los llamo a esas horas es precisamente porque se ha ido la luz. Quiero que los secamanos automáticos no me obliguen siempre a volver a la cabina del retrete a buscar papel mientras voy dejando un reguero de gotitas.  Quiero que el segurata del aeropuerto no me deje en bolas delante de todo el personal porque el escáner ha confundido mi polvera con una mina antipersonas…
 
Quiero, en resumen, que me den el derecho a equivocarme, a expresarme, a cabrearme, a protestar y a pillarme rebotes antológicos… Reivindico desde aquí mi condición humana e imperfecta: exijo que el estado me dote de un dispositivo capaz de comunicarme de forma eficaz e inteligente con todos esos engendros cibernéticos. O, en su defecto, que me faciliten un hacha.
 
Para reventarlos.


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