sábado, 10 de agosto de 2013





EL VIEJO SOLDADO
 
Cuando se conocieron ella era casi una niña y el había vivido ya mil vidas. Pero eso no importaba, porque nada más verse sintieron que cada cual era lo que el otro había esperado: él el hombre viajado y experto a través del cual ella conocería los mundos a los que su inocencia y sus miedos le impedían asomarse y ella la muchacha dulce y cándida que llenaría los huecos que la visión del dolor de las gentes había dejado en su curtido corazón.
 
Pasaron juntos una veintena de años. Él le contaba historias de sus viajes por países lejanos, desmontando mitos y hablándole de culturas que pocos conocían. Dominaba seis idiomas y conocía el vocabulario básico de un buen puñado de lenguas. Sabía de los mitos y tabúes, de las leyendas que atemorizan a los pueblos y de las divinidades a las que adoran. Que son a menudo, solía decirle, la misma cosa. A veces él se despertaba en medio de la noche, los ojos en blanco, quebrado su descanso por el punzante recuerdo de la guerra. Entonces ella se pegaba a su cuerpo, en posición fetal, su espalda contra el vientre de él, y él la apretaba fuerte contra sí, y sus pesadillas se deshacían el la atmósfera de la habitación como lo hacen las volutas del humo en el ambiente enrarecido de un café. Ella nunca quiso preguntarle por aquellos días tenebrosos de los que él solo hablaba con soldados, cuando de vez en cuando celebraba una cena y a los postres ellos hacían un grupo y ellas otro. Jamás sintió la tentación de engañarlo con chavales más jóvenes y más próximos a su mundo y a su edad que se acercaban de vez en cuando a pedir recomendaciones a su esposo y cuyas insinuaciones siempre ignoró, manteniéndolas en secreto.
 
Él murió un día, de viejo y plenamente lúcido tras una larga enfermedad. Ella era joven aún. Joven y bella. No quiso aislarse ni guardarle luto porque él le había pedido que por favor no lo hiciera. Tampoco quiso, como dicen ahora, rehacer su vida porque él la había llenado hasta tal punto que estaba segura de no ir a encontrar jamás un hombre capaz de reemplazarlo. Le quedó una buena pensión, todo el dinero que él había ahorrado, la casa del pueblo y el piso en que habitaba. Puso el caserón en venta, cubrió con sábanas los muebles del gran apartamento y entonces sí, se fue ella sola a recorrer el mundo, a visitar los países de los que él le había hablado tantas veces, a recorrer los caminos que él le había descrito en tantas ocasiones. Y así siguieron los dos, por siempre juntos…
 
…….. Hasta el momento del último viaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario