LA
FLAUTA DEL ABUELO
No
molaba nada el campamento deportivo. Le gustaba más cuando lo mandaban a pasar
los veranos al pueblo con los abuelos y podía ir al campo con el yayo, que le
dejaba jugar con las azadas y comerse los tomates a mordiscos, sin lavarlos,
después de haberlos arrancado de las matas.
Este
año su padre se había empeñado en mandarlo a una de esas colonias que organizan
los clubes de fútbol importantes. Se lo dijo un día, a final de curso, cuando
ya estaba seguro de que el chico aprobaría todas las asignaturas. Se lo
anunció como el acontecimiento de su vida, como la oportunidad de oro para la
que sólo unos pocos eran seleccionados. Su expediente académico, le comentó
orgulloso, había sido fundamental para que lo admitieran.
Pues
vaya una mierda, pensó el chaval, lamentando haberse quemado las pestañas
durante todo el curso para sacar buenas notas y poder pasar el verano sin dar
golpe en la casa del pueblo. E intentó explicarle a su padre que el fútbol no
le interesaba, que él no había nacido para darle patadas a un balón, y que lo
que realmente le gustaba era ir a pescar al río, y jugar con los gatos en el
corral, y tocar la flauta de caña que su abuelo y él habían construido… porque
lo que él quería era ser músico ambulante, y recorrer los pueblos en época de
feria, y beber en las tabernas y comprar pan y chorizo con las monedas que la
gente le entregase.
Su
padre lo miró, sin atreverse a darle un tortazo, y acabó de prepararle la
maleta mientras mascullaba entre dientes algo relativo a los cuentos del
abuelo, ese loco que le estaba llenando de pájaros la cabeza. Asistió al
maldito campamento donde no hizo otra cosa que perder el tiempo miserablemente.
Al año
siguiente no aprobó ni una sola asignatura.
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