domingo, 3 de noviembre de 2019




A LOS CATORCE AÑOS

Obviamente toca resignarse. Cuando lo anormal se normaliza toca resignarse. Eso o echarse al bolso un Magnum y saber usarlo a ser posible. No para matar sino para agujerearle los huevos al fulano.
O a los fulanos.

Catorce años tenía la criatura. Yo con catorce años era virgen y soñaba con encontrar al hombre de mi vida que me encendiera los labios con un beso de amor, como a la princesa de Rubén Darío. Un amor que no vendría a caballo como los de los cuentos, pero que sería superguay. Dulce y tierno y con los labios suaves y blanditos como los peluches de la feria. Y que me miraría a los ojos un buen rato, cogidos de la mano los dos tras un largo paseo a la luz de la luna, y luego nuestros rostros se irían acercando poco a poco hasta encontrarse. Y después las bocas, tímidamente y más tarde las lenguas, con suavidad y torpeza, hasta que todo encajase en su lugar y los nervios dejasen paso a ese hormigueo que se va desplazando poco a poco hasta las zonas íntimas. Y luego las caricias, y el apretarse mucho contra el otro, y ese embriagador ritual que acaba por conducir a las manos en busca de la piel con más incertidumbre que otra cosa. Y el miedo y el deseo que se funden e invaden el cerebro. Y las ganas de más pero sin prisa. Y tal vez más adelante esa cita en algún lugar secreto, y ver al otro desnudo por primera vez. Y sorprenderse y explorar. Y dejar que el temor al dolor se desvanezca despacio, muy despacio, con un celo exquisito. Y descubrir las sensaciones juntos, muy atentos, con los cinco sentidos, mirándose a la cara, sonriendo, besándose por todo aún muertos de vergüenza. Confiar y abandonarse y entregarse a alguien por primera vez. 

Así es como una quiere que suceda 

a los catorce años.

#SafeCreative Mina Cb

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