sábado, 11 de mayo de 2019




LOS ZAPATOS DE CHAROL

Fue tal día como hoy hace ya unos cuantos años, cuando a las niñas ricas se las vestía de princesas y a las pobres de monjas.
En mi casa éramos del segundo grupo. De hecho, mi madre era tan apañada que aprovechó para mí la túnica que usó mi hermano. Y en cuanto al tocado, consistió en la coronita que mi hermana la mayor había llevado alrededor del moño y que convirtieron en una diadema con que sujetarme la melena. De la ropa interior se encargó mi abuela, que me tejió una camiseta y unas bragas con lacitos azules y unos calcetines con bolitas colgando.

Vamos, que lo único que me dejaron elegir fueron los zapatos.
Y me vengué.

Nada más entrar por la puerta y sentarme en el banquito me encapriché de unos relucientes zapatos de charol. Yo nunca había tenido unos zapatos blancos, y menos de charol, y aquél par de chapines se me antojaron la réplica de los que condujeron a Cenicienta hacia los brazos de su príncipe encantado. 
Mi madre los miró de soslayo y me dijo, con ese tono revanchista y aguafiestas que sólo las madres dominan:
“Son pequeños”
Y preguntó a la dependienta si no tenía un número mayor.
Pero no. Así que la chica empezó a enseñarme pares y más pares, que aquello parecía otra vez el cuento de la Cenicienta pero al revés: zapato que me ponían, zapato que rechazaba. Yo no apartaba la vista de mis acharolados tesoritos, que me miraban lánguidos desde el crujiente envoltorio que almohadillaba su caja.
“¡Quiero ésos!”, repetía.

Al fin me dejaron probármelos. Eran hermosos, blanquísimos: se cerraban mediante dos tiras en cruz engarzadas con hebillas plateadas. Las hebillas eran redonditas y estriadas, y el tacto de la piel era suave y frío, como de hielo.
Cumplió mi madre una vez más con su trabajo, comprobando si existía una cierta holgura entre el extremo de mis dedos y la puntera y, una vez se hubo asegurado de tener razón, me dijo:
“Te los compro, pero te están pequeños”
Yo protesté y mostré mi indignación ante ella y ante la empleada de la tienda, pero todo fue en vano. Cuando un adulto dicta veredicto nadie da crédito al testimonio de un menor.

El día de la fiesta, un 11 de Mayo, amaneció gris y con el suelo mojado. La tía del pueblo que iba a venir a prepararme hizo mutis por el foro y cuando faltaba solo media hora para le ceremonia mi madre decidió que ya habíamos esperado suficiente. Toda la familia estaba sin vestir, de modo que a mí me enfundaron el vestido y los zapatos y me mandaron a la iglesia. Correr con un hábito hasta el suelo y los pies embutidos en unos calcetines de lana gruesa y unos zapatos un número más pequeño tiene su mérito, lo reconozco.
Pero fui capaz.
Llegué al templo justo a tiempo, sola, jadeando y con los bajos del vestido salpicados de barro.

Después hicimos una fiesta en casa y yo terminé el día jugando al balón prisionero en la calle, con mi túnica embarrada y unas playeras azules.
Feliz.

Entre el griterío de la muchachina pude distinguir el diálogo de dos señoras que pasaban por la calle en dirección a la misa de las seis y media y me miraban con lástima diciendo:

“Mira esa pobre chiquilla… Ni para zapatos tienen”

#‎SafeCreative Mina Cb

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