viernes, 10 de mayo de 2019





EL PEOR DE LOS ROLLOS

Quien piense que lo peor que te puede ocurrir a la hora de ir al baño es haber comido pimientos del padrón teniendo una almorrana es que, o tiene menos de 40 años, o ha pasado su infancia fuera del país. Porque los que hemos cumplido dos veces la veintena sabemos perfectamente que existe algo muchísimo peor que llegar al baño, terminar la faena, darnos cuenta de que el rollo de papel está vacío, no tener a nadie a mano para que nos acerque otro y tener que apañarnos con esa piltrafilla áspera e insuficiente que resulta de deshacer el canuto en que va enrollada la lámina de celulosa. Algo mucho peor que tener un apretón en el campo y limpiarse con una hoja, con un calcetín, incluso si me apuran con una ortiga. Algo peor que ir al retrete por primera vez después de que te operen una fístula, cuando te da miedo abrir el esfínter porque lo mismo se te saltan los puntos, te tienen que volver a coser y se dejan olvidada la tijera.

El papel del Elefante.

¿A que ya no te acordabas de él, eh? ¿Y a qué, una vez que te lo he traído a la memoria, me das la razón al cien por cien?

Y es que el papel del Elefante se halla incrustado en el ideario popular de manera indeleble, como lo están el atentado de Carrero Blanco, la muerte del caudillo o la toma del congreso del 23 F. 

Recuerdo perfectamente la textura del mismo, ligeramente satinado por la parte exterior y áspero por dentro. Claro que eso no era de ninguna utilidad. Lo de que tuviera dos caras digo. Porque la cara satinada era resbaladiza y la otra rígida como una piedra. Y en cuanto a absorbencia, cero patatero. Por no hablar de los atascos que aquello producía en las cañerías. De hecho, yo he llagado a sospechar que el mismo individuo que prensaba el papel del Elefante se dedicaba en sus ratos libres a la fabricación de tuberías. Y claro, con la pasta que sacaba financiaba una red de extorsión que intimidaba al resto de los industriales celuloseros del país para evitar que aparecieran fibras, ya no más absorbentes, sino simplemente menos agresivas para la epidermis… Y los esfínteres.

Porque esa es otra: en aquellos tiempos no existía la profusión cosmética que hoy conocemos; ni argán, ni aloe vera, ni ácido glicólico, ni placenta de esturión ni nada de nada. Entonces teníamos la Nivea, los polvos talco y el Bálsamo Bebé. Y pare usted de contar. Y a los niños no les ponían pañales desechables, sino unas bragas de plástico que eran como bolsas de basura abiertas por los lados dentro de las que se metía un trozo de celulosa cortada a tijera y que luego se cerraba con un lazo, que entre la fibra y el plástico los pobres churumbeles se pegaban escocidos la mitad del año. Que ahí me hubiera gustado a mí ver a la corporación dermoestética, enfrentándose a esas ronchas en el nacimiento de los muslos.

La década de los 70 trajo el despegue industrial, y con él llegaron el agua caliente, el jabón líquido, los pañales de usar y tirar, las compresas adhesivas…

Y los primeros rollos de papel de celulosa, que eran caros como un Rolex y que al principio eran como la tele en color, que sólo los encontrabas en casa de los ricos. Pero que con el paso del tiempo se instalaron en nuestras vidas convirtiendo en un placer el hasta entonces amedrentador acto de limpiarse el culo.

#‎SafeCreative Mina Cb

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