sábado, 18 de mayo de 2019




DE BEBÉS, CAMAREROS Y MASCOTAS

Ya de jovenzana detestaba las quedadas con amigas en que toda la conversación se centraba en ramos, menús y vestidos de novia como si en el mundo no existiera nada más. De hecho, en cuanto surgía el tema o bien intentaba cambiar de conversación (cosa harto difícil) o me acercaba a la barra a pedir una cerveza y me quedaba de palique con el camarero. Claro que lo de los bodorrios era temporal, puesto que una vez se llevaban a cabo te bastaba con que nunca te viniera bien ir a visitar a los recién casados para que te metieran por los ojos, sin barman ni anestesia, el video y las ochocientas fotos del evento.

Luego, y tras los casorios, las reuniones de amigos empezaron a convertirse en una exhibición de prácticas neonatales en las que los orgullosos papás explicaban con todo lujo de detalles la composición de las papillas, pañales, vómitos y deposiciones de sus criaturitas, sin importarles si te estabas calzando un solomillo al roquefort o si tenías el estómago hecho un asco porque te había venido la regla esa mañana. Daba igual: todos hablaban a un tiempo, discutiendo si era mejor que el rorró durmiera boca arriba o boca abajo y comentando, orgullosos, que su criaturita se gastaba una talla de dos años a los cinco meses. Que para entonces yo ya andaba de palique con el camarero y comentábamos en voz baja que qué hacía ese bebé que no estaba en el laboratorio de estudios científicos de la Nasa. Eso o que lo de las tallas es una filfa en la que con los niños hacen al revés que con las mujeres, que en vez de trampearlas para que pienses que estás más delgada las trampean para que los padres piensen que están más grandes. 

En fin; lo dicho. Que he pasado media vida huyendo de conversaciones que giran en torno a temas que a mí me interesan un pimiento. Porque después de las papillas y los potitos venían las vacunas, y luego las adaptaciones al colegio, y luego los concursos a ver quién tenía el vástago más inteligente y más brillante y más de todo. Y ahora, que ya tengo unos años y he casado a todas mis amigas (las bodas de segundas no tienen nada que ver con las primeras nupcias) y a una buena parte de sus hijos, me encuentro con una especie omnipresente y en clara tendencia a la expansión: la de los que no saben hablar más que de sus mascotas. Y esto me da que no se pasa, como lo de la consistencia de las heces, sino que es para siempre. Y es que cada vez tengo a mi alrededor más personas que, cuando su animalito está delante, lo convierten en el centro de atención: da igual que sea un perro, un gato, un hámster o una oruga. Y da igual que tú estés hablando de la cría del boniato, de la curación del cáncer o de la consecución de la paz mundial... ellos llegan con su bicharraco y hala, te fusilan la charla. Te lo plantan delante para que le hagas cucamonas y empiezan a contar las últimas gracietas. Que yo a veces me acuerdo de cuando mi madre me hacía imitar a Rocío Jurado en el anuncio de las acciones de Telefónica porque una vez se me ocurrió hacerlo en el salón de casa, miraminiñaquegraciosaes... y claro, yo muerta de vergüenza, como me imagino que van los perros esos con lacito.

Pero a lo que iba: que se juntan dos o tres y son como los padres primerizos. Pero igual igual, ¡eh?... venga hablar de lo que comen y de lo que cagan y de cómo duermen... 

Tanto que yo al final, de puro ir a la barra, me he acabado liando con el camarero.

#SafeCreative Mina Cb

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