jueves, 31 de mayo de 2018

 


LIBERTAD

La libertad es como la salud. Que uno la disfruta sin valorarla... hasta que la pierde. O al menos toma conciencia de ir perdiéndola. Pertenezco a la afortunada generación que enterró al caudillo antes de hacer la primera comunión; esto es, sabemos lo que es una dictadura porque tuvimos una infancia gris y sabemos lo que es la democracia porque hemos votado desde los dieciocho. Pasamos, como por arte de birlibirloque, de vivir en un país en el que nada podía hacerse a vernos instalados en el reino de la creatividad desenfrenada. En lo que a lo cultural se refiere sobre todo. Porque la música es cultura. Sea cual sea su tendencia lo es. Y los que ahora peinamos canas tuvimos la suerte de asistir a una explosión musical irrepetible. En pocos años se mezclaron rock, punk, pop y ñoñerías. Cada cual a lo suyo y con sus seguidores. Porque el espacio musical era tan amplio que hubo un hueco para todos. Y porque los jóvenes de este país teníamos mucho que decir. Y que cantar. Teníamos, acaso, la responsabilidad, de hablar por nuestros padres. De gritar por ellos. De protestar por ellos. De tomarnos la revancha de aquella infancia que les robó la guerra y aquella juventud en la que todo era pecado.

Nosotros fuimos libres. Enorme, salvaje, escandalosamente libres. Pagamos el peaje de todos los amigos perdidos en la ruta: heroína, excesos, accidentes... Pero vivimos esa libertad de un modo extremo, como nadie en el siglo pasado la vivió en este país. Y pudimos hacerlo sin largarnos a Londres o a París. Puesto que todo estaba sucediendo aquí.

Pero no solo fue la música: teatro, cómic, literatura... todo lo que tuviera que ver con las palabras se convulsionó. Porque desaparecieron los conceptos prohibidos y el tabú se convirtió en una marca de perfume. Y, por primera vez en mucho tiempo, los creadores pudieron sentarse frente al folio en blanco y dejar que la musa los guiase. Sin tener que pensar en si era o no correcto. Y sin tener que efectuar más correcciones que las que vienen dadas por la ley gramatical.

Yo empecé así. A escribir digo. Desde la primera línea, nunca hube de pensar. Me sentaba con el boli y dejaba que mi cabeza condujera mis dedos. Sin filtros y sin miedo. Luego llegó el teclado y más tarde la red, con su inmensa caja de resonancia que permite que las letras se expandan por el ciberespacio como lo hacen las ondas en el agua y que hace que, a veces, tus textos levanten polvaredas y la peña arremeta contra ti. Y te digan de todo. Menos bonita, claro. Pero la verdad es que me cuesta imaginar un modo diferente de escribir. Quiero decir sentarme y pensar. Y pararme en lugar de permitir que mis dedos sobrevuelen el teclado y se vayan posando caprichosamente sobre cada letra. Porque yo no lo hago. Es ella, mi cabeza. Yo solo soy un títere que va desgranando en la pantalla lo que ella escupe. Las ideas no son mías. Alguien las lanza, lejos. Y yo no sé muy bien qué está pasando. Me siento y ya. Le doy al interruptor, miro hacia la pantalla y coloco las manos sobre la tableta. Y todo sale, zas. Es como magia. Sin que yo lo controle. Y luego, cuando ya estoy seca, echo un vistazo y cambio alguna coma. O sustituyo palabras repetidas. O corrijo las frases que descuadran el ritmo. Y ya. Hago un copia pega y lo inserto en esta página. Tratando de no insultar a nadie pero sin importarme si va a haber alguien a quien le moleste lo que digo.

Porque a mí también me molestan muchas cosas y me aguanto.

Que en eso consiste la libertad precisamente.

#SafeCreative Mina Cb

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