sábado, 19 de mayo de 2018

 


LA AVENTURA DEL “LOW COST”

Hay cosas que una tiene que probar antes de morirse para no llegar al Más Allá en inferioridad de condiciones. Claro que a veces se da la circunstancia de que algunas de esas experiencias te pueden conducir al Más Allá al tiempo que las disfrutas.
Me explico:
Hasta hace poco, los amantes de las emociones fuertes tenían que gastarse una pasta para que una de esas agencias especializadas les montase una excursión de alto riesgo que podrían relatar a sus amigos a la vuelta, haciéndolos palidecer de admiración y envidia. Los intrépidos viajeros, antes de emprender su particular odisea, tenían que ponerse tres docenas de vacunas, someterse a un electro y una espirometría, hacerse análisis de sangre, pis y caca, firmar doscientas autorizaciones y catorce pólizas de seguros, redactar el testamento, recibir la extremaunción y dejar al menos dos teléfonos de contacto por si un accidente en la selva, un ataque de cualquier indígena, la rotura de una cuerda durante la sesión de puenting, un infarto en pleno descenso del Amazonas o el picotazo de un insecto de dos milímetros de longitud los mandaba al otro Jueves. Y luego bebían agua de los charcos, comían hormigas, atravesaban la selva a golpe de machete y volvían a casa muertos de hambre y llenos de picotazos de mosquitos, con una diarrea que les duraba un mes y dos mil euros menos en la cuenta pero más contentos que unas pascuas.

Ahora, sin embargo, la aventura de la supervivencia está al alcance de cualquiera, sale baratita y tienes la emoción asegurada. Y no hacen falta ni vacunas, ni seguros, ni autorizaciones médicas ni nada de nada. Simplemente tú te embarcas en la odisea de contratar el vuelo en una de esas compañías del “low cost” y la emoción la tienes más que asegurada.

La película empieza cuando tú tecleas el itinerario y pinchas sobre “la opción más barata”. Y te encuentras chollos tipo Madrid-Praga por 45 euros ida y vuelta. Claro que la duración del trayecto es de unas 37 horas, porque para llegar hasta el destino tienes que hacer transbordo en todos los aeropuertos del planeta. Que también es turismo al fin y al cabo. Así que te decantas por una alternativa un pelín más cara pero menos trotamundos. Y cuando al fin das con un vuelo a la altura de tu bolsillo empieza la pesadilla…
Sí, porque antes de que ordenador central de la compañía se decida a autorizar tu compra y a expedirte el ansiado mail que te permite acceder a tu tarjeta de embarque, te espera un interrogatorio digno del proceso de selección del Gran Hermano. Que pasar de una pantalla a otra es más difícil que en los videojuegos. Que tú empiezas clicando sobre la opción del vuelo y entonces te aparecen ventanas emergentes hasta en el espejo del lavabo. “¿Quiere usted facturar sus maletas en bodega? ¿Quiere usted un seguro de viaje? ¿Quiere usted alquilar un coche? ¿Quiere usted contratar un hotel?...” Y cada vez que dices que no, la ventana se cierra y te pregunta, ya en plan intimidatorio: “¿PERO ESTÁ USTED SEGURO?” Y tú chillas: “¡SÍIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII…!” y el gato te mira con cara de susto, y el ordenata a lo suyo: “¿Quiere usted reservar una plaza en el párking del aeropuerto?...“ Y ya casi estás a punto de decir que sí cuando te das cuenta de que para qué coño quieres tú una plaza de aparcamiento si viajas en avión.

Lo que pasa es que juegan con nuestro subconsciente. Eso es lo que pasa. Que hay que ser muy listo y muy equilibrado para llegar a la última pantalla sin haber comprado otra cosa que no sea el vuelo. Y luego en el aeropuerto llega la segunda parte; porque a las maletas les pasa con el low cost como a los cristianos con el reino de los cielos: que sólo entran las que caben, no por el ojo de una aguja, sino en el cestillo aquel, que más parece el canasto con que David el gnomo salía a buscar setas que el receptáculo para alojar el equipaje vacacional de un adulto.
Claro que ahí no acaba todo, porque cuando de verdad empieza la aventura es cuando el avión se pone en marcha y el pasaje se divide en dos grupos: los que rezan y los que se preguntan dónde se metió el piloto el día en que en la escuela de vuelo enseñaron la maniobra del despegue. Y temiendo lo peor para el aterrizaje. Y mientras, la tripulación deambula por los pasillos vendiendo cocacolas, cigarrillos electrónicos, boletos de la suerte y hasta el sujetador de una azafata si es que alguien lo sugiere.

Así que yo lo tengo decidido. La próxima vez que contrate uno de estos vuelos me llevo a mi prima, que es distribuidora de Avón y Tuperware y nos forramos.
Antes de que se les ocurra a ellos.

#‎SafeCreative Mina Cb

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