lunes, 18 de abril de 2016



TRES HISTORIAS

Hace unas semanas vi morir a mi padre. Lo hizo con la placidez con que deberían partir todos los hombres buenos. Viéndolo yaciente, limpio, la respiración acompasada a causa de la sedación, casi podía contagiarme de su ingravidez de espíritu, de ese nirvana en el que parecía flotar mientras las amarras de la barca que había de llevárselo se desliaban totalmente. De de vez en cuando me acercaba y le susurraba: qué suerte, papá… qué suerte poder marcharse así. Y pensaba en esas gentes que agonizan entre el barro, o que aúllan en hediondas mazmorras en las que son salvajemente torturadas hasta el momento en que cesa su respiración. Qué suerte, repetía… Qué suerte, papá…

Unos días después visité a una amiga que acaba de tener mellizos. Uno de los chiquillos berreaba mientras mamá alimentaba al otro, más chiquitín, con una leche especial y seguro que carísima. Lo hacía sin inquietarse por la llantina del hermano que esperaba su turno, pausadamente y con la tranquilidad de quien sabe que hay de sobra para ambos. Y escuchando ese llanto incesante y angustioso se me fue la cabeza hacia esas madres de cuyos pechos secos no brota sino hambre, y en esos pobres niños que lloran y lloran y lloran sin que nada apacigüe el vacío de su estómago. Y me acerqué a la cunita y susurré, despacito para que nadie me oyera: Vaya suerte has tenido, chiquitín… vaya suerte…

El sábado, mientras desayunaba en la cocina de mi casa, oí en la radio a un cooperante que anda echando una mano allá por Siria. Vaya sitio. Era médico. Dijo que se estaba interceptando la entrada de medicamentos. Sobre todo anestésicos. Y bolsas de sangre. No dio muchas más explicaciones. Tampoco hacían falta. Para qué. Hay cosas que por mucho que te las expliquen no las entenderás en la puñetera vida.

#SafeCreative Mina Cb

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