jueves, 26 de febrero de 2015



EBRO

Fui niña de riadas. En casa, la palabra Ebro tenía un sonido rotundo. Solemne y amedrentador, como el puñetazo del padre en la mesa un mediodía de domingo. Decir Ebro era palidecer. Y dejar todo tal cual para salir corriendo y salvar las propiedades. En cualquier momento y circunstancia. Incluso embarazadísismos, como una vez mi madre. Era cargar en furgones y remolques sillas, banquetas, mesas y todo lo que hubiera entonces en el taller. Era desmontar el engranaje metálico de la máquina de cortar madera para evitar que se dañase. Era miedo y angustia y al tiempo expectación. Era esperar más tarde, brazo sobre brazo, viendo ascender el agua a través de las rejillas y diciendo “Ya sube… ya sube”. Era ir de calle en calle, la población alborotada y bulliciosa como si fuesen fiestas, del puente al Prao y del Prao al puente. Y de ahí al cerro de Santa Bárbara. Y el nivel ascendiendo poco a poco, acercándose a los enrejillados hasta llegar a rozarlos por debajo, el metal dibujándose en el líquido, como gelatina aplastada por un molde, y las primeras burbujitas, blup, blup… y el agua empezando a filtrarse, perezosa y plana, un charco que se agrandaba poco a poco hasta convertirse en una balsa oscura en la que se reflejaban las fachadas de los edificios colindantes. Y la gente en los balcones, aislados y sin poder salir, urbanos náufragos encerrados en sus islas de ladrillos. Aún existía el barrio judío de suelo de guijarros y la fuente del Obispo era un agujero del que salían ratas como trolebuses.
A los chiquillos nos gustaba acercarnos hasta allí a la salida del colegio. O ir hasta el paseo del Prado y mirar la valla de cemento convertida en una pasarela sobre el lago. Aquello era muchísimo mejor que los Chiripitifláuticos. Y en color además.

Entonces aún no había diques y las riadas duraban varios días. Y cuando el agua al fin se retiraba quedaba la dura tarea de sacar el barro, los roedores muertos y demás inmundicias. Y ventilarlo todo. Y convivir durante semanas con el salitre y la humedad, que le provocaban a mi padre unas bronquitis de caballo, pese a lo cual no soltaba ni a la de tres el puro. Y seguía a lo suyo, lija que te lija (¿qué iba a hacer si no?), el polvillo adhiriéndose a las enmohecidas paredes de aquellos interminables y gélidos inviernos sin seguros a todo riesgo, calefacción ni camisetas térmicas.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jesus Marquina Arellano

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