miércoles, 18 de noviembre de 2015



NACER POETA

Se nace poeta como se nace esquimal. O rubio. O gilipollas. Te toca ser poeta como a ciertas flores silvestres les toca ser amapolas o violetas. Porque la semilla cae ahí, y no en otro rincón, y esa planta ya no puede ser distinta. Aunque la arranquen. Hasta muerta seguirá tal cual. Amapola o violeta.
Se nace poeta y uno no tarda mucho en darse cuenta. Porque los libros de poesía le cantan al oído. Aunque lea en voz baja. No se puede evitar. Suenan lo mismo que maracas. Sin agitarlos. Tan sólo con pasar los ojos por las líneas el cerebro va componiendo valses y milongas. Y hasta a veces llega a anticiparse al ritmo de las letras, y adivina los sones que vendrán detrás, en la siguiente estrofa. Eso suele parecer extraño al resto de los niños del colegio. Y el poeta lo intuye. Por eso se lo calla. Y se guarda esa música, pensando que será capaz de prescindir de ella, hasta que llega el día en que aprende a escribir y ya no hay quien lo pare. Y garabatea versos casi sin darse cuenta. Sin decírselo a nadie. Hasta que por azar es descubierto. Y alguien le pone nombre a esa obsesión suya. Y le llaman poeta por primera vez. Y él lo niega. Porque nadie en el mundo quiere ser poeta. Y los niños aún menos. Los niños quieren ser médicos, ingenieros o corresponsales de guerra. O deportistas de élite. O famosos de los que salen en la tele. Pero no poetas. Porque los poetas son unos tipos raros que llevan gafas sucias y visten como pordioseros. Y no tienen dónde caerse muertos por lo general. Y deciden que no. Que ellos no son así. Y se olvidan del asunto. Y se aplican en las mates y la historia y se reinsertan en la sociedad. Como gentes normales. Hasta que llegan a la adolescencia y se enamoran. Y el maldito poeta se adueña de la situación y los convence para que envíen versos a su amada, que los manda a hacer puñetas por cursis y por antiguos. Y de nuevo el ostracismo literario. Y la renuncia. Y la vergüenza. Y el se acabó. Y estudiar una carrera en condiciones. Farmacia por ejemplo. O químicas. O cualquiera de esas disciplinas que asocian las letras a fenómenos complejos y te pueden llevar a aborrecerlas. Pero nada sirve. Porque incluso en un laboratorio un poeta puede llegar a descubrir poesía. Y de nuevo los versos. Y la música. Y esa obsesión por acortar las líneas. Por escribir a tramos. Por sustituir las comas por espacios en blanco entre renglones. Y al fin la realidad que acaba por imponerse en forma de soneto, de romance, de ovillejo… de verso libre incluso. Y el rimar todo el tiempo y por instinto. Como una enfermedad. Y la salida impetuosa del armario, sí, soy poeta, qué pasa… a quien no le guste que le ponga lazos. Y el andar explicando a todo el mundo que eso no es de hoy, que le ha pasado siempre, pero que le daba no sé qué manifestarlo. Y que no se piensa medicar. Y que no hay tratamiento que valga. Ni la lobotomía siquiera. Porque seguro que el poeta que lo habita, al sentir el bisturí, se esconde en una zona ignota del cerebro y se queda ahí, vivaquenado, hasta que se vayan los malos. Y entonces vuelve a salir a la intemperie para seguir haciendo de las suyas.

Así que ya lo sabes. Si eres poeta, vete acostumbrando.

Y cuanto antes, mejor.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Torrisi Anne Marie artiste peintre médiumnique

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