domingo, 9 de noviembre de 2014



EL TEMPLO DE LA FERRALLA

Andaba yo buscando unas piezas para arreglar la persiana. Era uno de esos modelos antiguos, de lamas de madera, cuyos enganches se rompían continuamente, y “los calvos”, como un amigo mío llamaba a los dueños de la ferretería, me habían solucionado más de una vez la papeleta. Había cambiado cerchas, correas, tambores e incluso reparado ejes, que eran unos cilindros metálicos rematados por una caperuza puntiaguda y abierta que se clavaban en el tambor a martillazos y que más tarde se encajaban en las guías. Claro que para quien no distinguiera un clavo de una hembrilla eso podía ser una tarea de chinos. De hecho, yo había pasado una tarde entera buscando recambios de las piezas de marras. Y en la mayoría de los sitios me habían mirado como una marciana, me habían recomendado comprar otra persiana o, en el mejor de los casos, me había sugerido cambiar todo el tambor. Pero yo no me daba por vencida. Y decidí quemar el último cartucho:
“Si no lo encuentro en Remacha, no lo busco más”
Y es que esa fue durante años la frase más repetida por carpinteros, electricistas, fontaneros, albañiles y manitas varios. Si “los calvos” no lo tenían, no lo tenía nadie.

Y me planté en el imponente templo de la ferralla con mi pieza entre las manos.
“Quiero esto”- musité tímidamente al dependiente, los ojos hacia el suelo de tarima, temiendo lo peor.
El hombre miró el accesorio, despareció entre los pasillos y al poco vino con un eje exactamente igual, pero entero, y me explicó cómo tenía que ponerlo.
No contenta con ello, metí la mano en una bolsa que llevaba colgando del brazo, saqué una enorme pieza metálica y murmuré:
“¿Y ésto? ¿Tenéis de ésto?”
El hombre la contempló con los ojos entornados. Era una polea con soporte exterior, de las que se utilizaban para enrollar y desenrollar las correas de las persianas; esas que iban atornilladas a la pared y llevaban un rodillo que hacía que la correa pareciera el dibujo de una clave de sol. Sólo que mi pieza no era como el resto. Era demasiado antigua y se había dejado de fabricar hacía años. Y no podía ser remplazada por otra: o colocaba una idéntica o tenía que agrandar el nicho de la pared que la contenía.
Un marrón de narices, en fin.

El hombre me miró con un poco de lástima y me dijo:
“Será complicado, pero igual arriba hay algo”

¡Arriba!
El altillo de la ferretería de Remacha era como el paraíso de los bricoladores. Y yo tuve la fortuna de visitarlo. Estanterías repletas de objetos milenarios, diríase incunables, de aparatos caducos, obsoletos, olvidados…. metros y metros de baldas polvorientas atestadas de clavos, tornillos, escuadras, poleas y artefactos varios… y un suelo crujiente de madera apolillada que temblaba bajo mis pies.
Recuerdo que era sábado por la mañana y la estancia estaba inundada de luz. Deambulé por entre los corredores atónita, hipnotizada, casi olvidando lo que me había llevado hasta aquél antro. Al fin el dependiente me sacó del trance, acercándose, triunfante, con una pieza idéntica a la que yo había traído entre las manos.

Lo miré, aún presa de mi febril locura, y le pregunté, muy seria:
“Oiga… ¿no podría quedarme encerrada aquí hasta el lunes? No necesito ni comida. Me basta con mirar. Usted me deja aquí y el lunes, cuando abran, me voy a mi casa…”

El ferretero enfiló pasillo adelante, sin mediar palabra pero pesando a saber qué, y yo lo seguí, fascinada aún, casi sonámbula, la mirada suspendida de los vetustos anaqueles sobre los que descansaban montañas de adorables cachivaches…

#SafeCreative Mina Cb
Fotografía de Blanca Aldanondo Otamendi

1 comentario:

  1. Yo también cuando visité el altillo tuve la impresión de que el suelo se hundiría a mis pies. Era de madera pero estaba montado sobre las barras de esas estanterías que son todo agujeritos. Verdaderamente increible.

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