miércoles, 15 de octubre de 2014






VOLAR

De niña, la mayoría de mis amiguitas querían ser azafatas de vuelo, cosa nada fácil para mí puesto que para ello era necesario ser alta y guapa y saber inglés, y yo era pequeñita y lo único que mi señorita de párvulos me había enseñado eran los números del uno al diez en francés. Y sobre todo porque me daban mucho miedo los aviones, que amenazaban con quedarse sin gasolina en cualquier momento y caer de golpe, chof, en vertical, sobre la tierra, haciendo un agujero enorme por el que lo mismo se podía llegar al otro lado del planeta y aún seguir hacia abajo y perderse en el antípoda infinito.
Pero, lo que son las cosas, yo también acabé, con el tiempo, subiendo en uno. Pese a esa angustia de la víspera, en que haces examen de conciencia y te despides de todos los que quieres como si en vez de a Mallorca en un Boeing te fueras a la Luna en un cohete de papel albal. Y sentí ese temblor de las piernas cuando traspasas el umbral del aeropuerto, superas los controles, te encaminas hacia las pistas y ves de cerca ese enorme y amedrentador pájaro metálico de grandes alas en cuyo vientre te introduces, temeroso y excitado a un tiempo, soñando con el destino anhelado a la par que temiendo un inminente y trágico final. Y el hormigueo que se produce en el estómago cuando la nave recula levemente y todos los carritos parecen moverse al mismo tiempo, y el avión se para unos instantes y enfila la pista, veloz y poderoso, y el habitáculo se inclina hacia arriba mientras las carretillas se van empequeñeciendo hasta desaparecer, y una esponjosa cortina de nubes envuelve al aparato, que sigue elevándose y elevándose hasta sobrepasar la nebulosa y encontrarse con el firmamento azul y soleado, y ese inmaculado colchón granuloso sobre el que el vehículo se desliza, como movido por hilos sustentados desde arriba, y nos hace sentirnos todo y nada al mismo tiempo. Y es que en ningún otro momento está el espíritu tan cerca del edén y de la gloria, ni es tan azul el cielo ni tan brillante el sol, ni tan ostensiblemente curva la línea que separa el infinito del húmedo colchón algodonoso.
Pero nada es eterno y al fin, más tarde o más temprano, el motorizado pájaro se inclina hacia adelante, y la cortina aparece nuevamente, mostrando entre sus hilos blanquecinos los primeros esbozos del paisaje: lagos y cordilleras que se van acercando al tiempo que la nave efectúa leves giros y las alas parecen ir a arrancar de cuajo los tejados de las casas aún lejanas. Y al fin reaparecen las carretillas, y las altísimas torres de transmisiones, y los operarios con sus chalecos reflectantes, y un estruendo vibrante nos indica que las ruedas han tocado pista, y el aparato se desplaza bamboleante y torpe, ave inexperta sobre tierra firme, hasta que al fin se detiene por completo y un suspiro de alivio se desata, como una brisa fresca y renovadora, dentro de las entrañas del enorme pájaro.

#SafeCreative Mina Cb

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