viernes, 17 de octubre de 2014



ESTO NO ES CASA BUTINI

Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla: mi infancia son los olores a almidón y “Flor de Blasón” de almacenes Sagasti, a bacalao de la tienda de ultramarinos de Elías Rubio, a pienso de la pajarería del Siglo, a claveles frescos del Jardín de la Rosa, a tinturas de La Moderna, a sal de los bozos de pipas de la Chacha, a pan caliente del obrador del Horno de la Higuera, a los clavos de la ferretería de Alfonso, a las colas y barnices de muebles Yera… Y a la particular mezcolanza que se apoderaba de la pituitaria al traspasar el umbral de Casa Butini, ese rancio almacén en donde mi madre compraba la lejía, los betunes y las bolas de alcanfort para guardar los abrigos en verano.

Casa Butini era un comercio antiguo y viejo, imponente y profundo, de grandes puertas, largo mostrador, techos altos de los que colgaban carteles que se mecían como arañas suspendidas de sus hilos y temblorosos suelos de crujiente madera sin barnizar por entre cuyas grietas se podía adivinar un subsuelo tenebroso; uno de esos antros sombríos y un tanto terroríficos que regentaban dos señoras mayores, una morena y una rubia. A mí, la verdad, me caía mejor la rubia, que me ponía buena cara incluso cuando iba sola, mientras que la morena era simpática únicamente cuando mi madre me acompañaba. Allí comprábamos aguarrás y amoníaco, y fregonas con mangos de madera, y bolsitas de cera Alex, y estropajos Ajax, que combinados con los polvos Vim eran lo único capaz de arrastrar el hollín del culo de las cazuelas sin rayarlas, y los primeros frascos de Tenn con bioalcohol, y cubos de Colón de los cilíndricos, y veneno contra las hormigas que invadían la cocina, y polvos para evitar que se pudrieran las patatas que traíamos del huerto, y aerosoles y paletas matamoscas, y cubos de fregar, y badiles con que echar el carbón a la cocina, y espuma de limpiar las tapicerías, y azulete que esclarecía la ropa blanca, y sosa cáustica para desatascar las tuberías, y papel del Elefante, y escamas de Bilore, y jabón de Lagarto, y escobas de mijo para barrer la terraza, y hasta azufre con que evitar que los perros se mearan delante de la puerta….

En fin, que era tal el surtido de que el establecimiento disponía que llegó un momento en que casa Butini traspasó los límites de lo comercial para incorporase a algo tan cotidiano como el lenguaje costumbrista, de tal forma que cuando, por ejemplo, yo le decía a mi madre que para mi cumpleaños quería una Nancy, el Cinexín, un vestido de princesa, un flotador, unos patines, una caja de rotuladores Carioca y el maletín de manicura de la Señorita Pepis, mi madre me miraba horrorizada y exclamaba:
“Te compraré la Nancy y vas que chutas… Que esto no es Casa Butini”

Y con eso estaba todo dicho.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jesús Jesus Marquina Arellano

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