jueves, 24 de septiembre de 2020

 
 
 
 SAGASTI

Era el tiempo de los comercios de la zona antigua, y como yo pertenezco a la generación de las que fuimos educadas para ser princesas, me encantaba ir allí. 

Se han conservado hasta hace poco la fachada y el escaparate original, tras cuya vitrina se exhibían los más exquisitos perfumes de la época. Al entrar y a la izquierda, un poco más allá de la misma, creo recordar que había un pequeño mostrador donde se vendían colonias junato al que estaba la caja, regentada por doña María Luisa, una de las propietarias del comercio, que echaba allí más horas que el reloj. Era una mujer con moño que tenía una voz característica y que se ocupaba, aparte de las labores de cobro, de gestionar los mil y un avatares del comercio. A continuación de esa especie de cuello de botella que formaba la entrada y más allá de la caja, se abría una sala rectangular repleta de celdas que albergaban cajones con etiquetas. Había botones, pasamanerías, puntillas, gomas... yo creo que de todo. Era la tercera mercería en poco espacio, porque a tan sólo unos metros estaban Huguet y las Alavas, pero por alguna razón, todas convivían. Aunque reconozco que Sagasti era mi favorita. Por todas esas enormes cajas que descansaban en los anaqueles y por sus dependientas, que eran jóvenes y bonitas, y por eso yo de mayor quería ser como ellas.

El interior del local era siempre un hormiguero. Había cintas métricas pegadas a los mostradores para medir el género. Y olía súper bien. Tanto que a mí no me importaba esperar el turno durante mucho tiempo cuando iba con mi madre. O incluso ir sola a hacer algún recado y sentirme importantísima cuando me tocaba la vez y una de las chicas me miraba, sonriendo, y me preguntaba qué quería. Y yo le especificaba la cantidad de goma en centímetros y la moza se giraba, descolgaba el cajón con la etiqueta “Gomas” y aparecían ante mis ojos multitud de madejas de colores. Yo le concretaba la anchura, la chica desenrollaba el elástico y después lo medía sobre la cinta clavada al mostrador (un pedacito de más era la costumbre) y me lo envolvía en un trocito de papel con el nombre de la tienda. Luego yo iba con mi paquetito y le pagaba a Maria Luisa. O a su hermano, un señor regordete y calvo que era muy fiestero y que yo llegué a suponer,con el paso de los años, que era quien hacía la selección de las dependientas del comercio.

#SafeCreative Mina Cb 
Relato incluido en la publicación "Tudela en cuento", que verá la luz el próximo mes de octubre.

 

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