martes, 17 de octubre de 2017

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AMARGAS CENIZAS

Solo una vez he sido testigo de un incendio. Fue en la Sierra de Francia, hace muchos años. Yo iba de vacaciones y las llamas se presentaron tras una curva, pavorosas y vivas, tras haber sido anunciadas por una densa cortina de humo irrespirable. El calor era raro y sofocante pese a que las lenguas de fuego caían lejos de la carretera. Decenas de bomberos se afanaban en extinguir la quema mientras los pobres vecinos, armados con barreños de plástico y sin medir el riesgo, echaban agua a la desesperada en un intento de conservar lo que la mano del hombre estaba intentando arrebatarles. Aquel día descubrí que la naturaleza puede ser tremendamente vengativa con sus verdugos. Y que la especie humana es lo bastante generosa como para arriesgar la piel cuando siente lo suyo amenazado.
Algunos helicópteros sobrevolaron la zona, rociando agua hasta que al fin los trabajos de extinción finalizaron. Era de noche y desde la zona de acampada el resplandor dorado se iba empequeñeciendo hasta convertirse en un chispeante reguero de ascuas amarillas. A la mañana siguiente, la claridad dejaba al descubierto un paisaje calvo y ceniciento del que brotaban humaredas que esparcían cenizas por el cielo. Recuerdo el gris inmenso y los palos retorcidos que salían de la tierra. Y ese color negruzco de las nubes, que parecían llorar de rabia y de tristeza.

No saben esas pobres gentes de Galicia que la extinción del fuego no es sino el comienzo de un calvario. Que probablemente los territorios afectados se declaren zona catastrófica y comience para los afectados una peregrinación de oficina en oficina. Que el Consorcio de Compensación entrará en escena, con su burocrática y exasperante lentitud, y enviará a sus legión de peritos a que se aseguren de que no mienten los damnificados. Que tasarán sus propiedades a valor venal y les darán una mierda por bienes que, probablemente, aún estén pagando. Que las compañías de seguros se quitarán de en medio porque no es asunto suyo. Y que los altos funcionarios, los políticos, los gestores y los técnicos urbanísticos, que vienen a ser la misma mafia con el bolsillo lleno de billetes sucios, se negarán a recibirlos cuando pidan cita para reclamar lo que les pertenece y que los tratarán como a molestas moscas cojoneras que no saben hacer otra cosa que quejarse todo el tiempo. Y que intentarán asociarse para lograr justicia, pero en esos grupos aparecerán cobardes que se venderán y obstaculizarán el proceso de reclamación. Y que a nadie les importará su suerte, ni su prisa por recuperar sus casas, sus coches, sus negocios. No saben aún que solo ellos tiene prisa por retomar sus vidas. Que solo para ellos es urgente resolver este problema. Y que solo a ellos el tiempo les apremia.

A los otros no. A la poderosa maquinaria del poder le da lo mismo todo. El fuego, las casas destruidas, los montes arrasados... ellos no tienen prisa y además disponen de todos los medios. Y de todo el tiempo. Y esa, lo saben bien, es su mejor defensa. Porque al final David se cansará y recogerá su honda, y comprará otra casa, y buscará otro curro. Y seguirá adelante como pueda, con la impronta de la injusticia y el rencor siempre adherida al alma. Mientras ellos, los poderosos, los que todo lo saben, continuarán ahí, apalancados en sus sillas, ajenos al dolor y a la impotencia que generan a su alrededor, dueños de las vidas de sus súbditos, firmando documentos que a menudo ni se molestan en leer y determinando, con su soberbia y su ambición, el destino de los hombres, los animales y las plantas.

¡Maldita raza!

#‎SafeCreative‬ Mina Cb

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