sábado, 24 de septiembre de 2016

 


 MARIANO, EL GATO VEGETARIANO

Era Mariano un gato feliz, rechoncho y madurito. Un gato de campo, libre y despreocupado que espantaba ratones y perseguía gatitas. Un gato de finca de ocio que dormía al abrigo, recibía mimos y pienso y hasta de vez en cuando era obsequiado por el propietario del huerto vecino con las sobras del asado de alguno de los festines que a menudo preparaba. Tan plácida era su vida que incluso se había vuelto algo diabético y como consecuencia bastante cegatón.

Era feliz, decía, hasta el momento en que lo tocaron las flechas del amor. A la vejez viruelas, se diría, de un felino que fue en su juventud gallardo y pendenciero y que no pocas veces desojó a algún rival de un buen zarpazo, llevándose a la hembra a su terreno para luego volver a su guarida a llenar la panza y a dormir tranquilo mientras la zona se llenaba de mininos de mirada gris como la suya.

Pero apareció ella y ya no pudo pensar en nada más. Era rara, eso sí: de patas largas y algo grande incluso para un bicho de su envergadura. Pero a él le gustó desde el principio. Algo tenían esos ojos mansos y tristones que le hicieron caer perdidamente enamorado. Pertenecía al vecino, que la mantenía atada a la verja de una de las ventanas de la casa mediante una cuerda lo bastante larga como para que pudiera pasear sin escaparse. Mariano traspasaba la cerca y se quedaba horas contemplándola, su rizada pelambre y sus esbeltas patas, y ese hocico rosado y prominente, y ese tono nasal y seductor en que maullaba: “Beeee”, le respondió cuando por fin se decidió a acercarse y saludarla. Extranjera, se dijo. Pero no le importó. Ni eso ni el profundo corte que marcaba una de sus orejas. Tan prendado se hallaba de la vecinita que mordisqueó la cuerda hasta romperla y la invitó a seguirle. Quería sacarla de ese encierro, escapar con ella y vivir los dos en libertad, lejos de aquellos campos que tanto le aburrían.
Mas no logró convencerla para que lo siguiera. Ella se acurrucó bajo la ventana, temblorosa, y al fin Mariano hubo de huir al escuchar la puerta que se abría. El propietario de la casa se quedó atónito al descubrir la soga rota y la volvió a amarrar con uno de los trozos.

A la mañana siguiente su amada ya no estaba. Intentó rastrearla pero nada vio. Ni una huella. Nada. Era como si hubiese levantado el vuelo. La buscó por todas partes sin hallarla. Sin cesar. Ni de día ni de noche. Al cabo de casi una semana regresó al redil. Ella seguía ausente y en su rincón halló, todavía humeantes y en un plato, los restos de lo que debía haber sido el último festín del huerto del vecino. Se le erizaron los bigotes al acercarse y ver el afilado corte de la oreja de la res. Lanzó un escalofriante maullido inacabable y escapó de allí para nunca más volver.

Al llegar el invierno lo encontró una señora de esas que viven solas y lo llevó a su casa. Le puso pedacitos de jamón de york pero no hubo manera de que comiese nada. Ni embutidos, ni pienso, ni siquiera trocitos de pescado.

Eso sí, a la buena señora le ha pelado todas las macetas.

#SafeCreative Mina Cb

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