viernes, 18 de octubre de 2013





LAS MALETAS Y EL PAÑUELO
 
Solicitó al recepcionista que le pidiese un taxi para ir al aeropuerto y se sentó a esperar en uno de los sofás colocados en frente de la puerta, lo que le permitía ver el trasiego de la ciudad a través del cristal. Autobuses abarrotados, vehículos antiquísimos, motocicletas destartaladas, bicis herrumbrosas… Todo era válido para desplazarse en un país donde el ingenio se esforzaba en suplantar a la tecnología.
 
La mujer se  hallaba sentada al otro lado del vestíbulo y la miraba fijamente, sin ningún disimulo. Ella la miró a su vez. Le resultaba difícil adivinar la edad de las chicas  sin verles el rostro, pero le calculó unos 35 años como mucho. Y desde luego una posición acomodada. Iba envuelta en satén rosado: el pantalón liso, la chaqueta con un suave estampado y el pañuelo (probablemente de seda) de color salmón. Parecía hermosa, y según la ley islámica debía de serlo a juzgar por la forma en que se cubría la cara. Jugueteaba distraídamente con las asas del bolso y, de vez en cuando, echaba una mirada a la puerta del ascensor para después volver a posar sus ojos sobre la mujer occidental.
 
Ella la observaba también, ya sin ningún pudor; intentó imaginarse en su piel; encerrada en sedas, ocultos sus cabellos... Seguramente no trabajaba, y tendría al menos dos o tres niños… quién sabe si incluso nietos. En caso de tener hijas estaría buscando un marido para ellas… se haría cargo de la casa, de su familia, de los mil y un asuntos que a ella le resultaban tan ajenos.
¿Qué pensaría?- se preguntó… Allí sentada, inusualmente  sola… quizá su mirada no era sino un guiño de complicidad, una demanda de atención, la petición de ayuda de una mujer que no estaba acostumbrada a esperar en vestíbulos… y la miraba para que ella le devolviera la mirada, para sentirse acompañada, confortada, segura… O pensaba, pobre mujer occidental… no siente ningún pudor por enseñar sus cabellos, la dorada piel de sus brazos, la desnuda curva de su nuca…
Quizá, se dijo, observaba sus ropas, tan diferentes… la falda hasta debajo de la rodilla, el redondeado escote del jersey… Había preferido, para aquel viaje y pese al calor, olvidarse, en parte por respeto y en parte por precaución, de transparencias y tirantes. Una mujer sola, ella lo sabía bien, ha de pasar lo más desapercibida posible.
O a lo mejor lo que realmente sentía era lástima… de su soledad, de su desamparo, de los inconvenientes que conlleva la independencia frente al confort que siempre viene de la mano de una buena boda.
 
La puerta del ascensor se abrió. Dos hombres vestidos con traje y corbata atravesaron el vestíbulo. Ella se levantó, se arregló el pañuelo y se dirigió tras ellos hacia el taxi que les aguardaba. Antes de salir dio un ultimo vistazo hacia los pies de la extranjera.
 
El lugar donde descansaban sus maletas.

 


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