jueves, 17 de octubre de 2013





EL ÚLTIMO DÍA
 
Las últimas semanas habían sido duras. Muchísimo. Desde el momento en que lo supo se hallaba inmerso en un estado de ánimo en que se mezclaban la angustia y la euforia, la tranquilidad y la impaciencia, la imprudencia y la más absoluta sensatez. Y ese deseo a veces irrefrenable de proclamarlo a los cuatro vientos, de mandar todo al carajo, de poner las cosas en su sitio de una vez.
 
Hasta que llegó el gran día.
 
Se levantó con el alba y callejeó hasta la hora de apertura de los bancos. Había concertado una cita con el director de al sucursal. Canceló la hipoteca y el préstamo del coche y anunció su intención de retirar hasta el último céntimo. El banquero le ofreció regalos, intereses preferentes, tarjetas gratuitas, acciones a bajo coste… En fin, todas aquellas cosas que jamás le había propuesto a lo largo de los más de veinte años en que su apartamento y él habían formado pareja de hecho con la institución.
 
Cumplido este primer trámite se dispuso a afrontar el segundo: se presentó media hora tarde en el almacén donde trabajaba desde que era un crío y del que le habían despedido varias veces para no tener que pagarle antigüedad. Era la primera vez que no llegaba puntual pero eso no fue excusa para que su jefe le montase una bronca fenomenal. Se puso el buzo en silencio y comenzó la jornada. Fue preparando los pedidos al tuntún, como le parecía, mezclando unos con otros. Atendió a los clientes con arreglo al trato que éstos le dispensaban, esto es, era correcto con unos, desagradable con otros y borde con quienes lo merecían. Esto sorprendió a ciertos individuos que acostumbraban a que el chaval aguantase sus impertinencias sin mover un músculo. Mientras tanto su jefe se ocupaba de atender el teléfono encerrado en la oficina. Cuando salió montó en cólera. Su empleado discutía acaloradamente con un mayorista y además estaba colocando los palets de cualquier manera, sin orden ni concierto. Comenzó a gritar como un poseso y le dijo que una vez terminada la jornada se quedaría a organizar aquél desastre. Eso o lo ponía en la calle por conducta negligente.
 
Continuó su labor en silencio, sacando mercancía de su sitio para meterla en el lugar equivocado. A media mañana llegó un cliente especialmente impertinente. Él pensó que vaya suerte había tenido de coincidir con él precisamente aquél día. Bajó de la máquina para atenderlo y cuando el hombre se dirigió a él con su habitual grosería le entregó los guantes y le contestó que si quería la mercancía o bien se la pedía con educación o bien podía ir preparándosela él. Se lo dijo mirándole a los ojos, sin levantar la voz, su nariz pegada a la del otro. Ese hombre le había insultado durante años y nuca jamás le dijo nada porque era un cliente de peso, tenía mucha pasta y, ya se sabe, a la gente con pasta se le perdona todo.
 
El individuo se dirigió a la oficina hecho una fiera y volvió acompañado del jefe, que no podía creer lo que estaba pasando. Tal era el griterío que el empleado de seguridad se presentó en el recinto justo en el momento en que el empresario estampaba un puñetazo en la cara de su subordinado, rompiéndole la ceja y provocando una hemorragia. El chaval se quitó el buzo y los guantes, los puso en las manos del energúmeno que hasta ese momento había sido su pesadilla y su sustento, lo llamó cabrón de mierda y salió a zancadas del almacén, ahora convertido en un caótico bazar.
 
El guardia de seguridad corrió tras él intentando hacerle entrar en razón.
-No seas loco, tío- le dijo- mira que a nuestra edad lo de encontrar otro curro está muy chungo… Vuelve y pídele disculpas, tío… Tú eres un profesional… Todo puede arreglarse.
 
Se encaró con su amigo y soltó una carcajada:
-¿Te acuerdas del boleto del Euromillón del mes pasado? ¿Ese que sellaron el la administración de la plaza y de cuyo propietario nadie sabe nada? Pues era yo, tío… Y esta mañana por fin me lo han pagado.

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