EL
LECTOR
No pudo
resistirse al magnetismo de su sonrisa y decidió cortejarla, pero dulcemente
para no ponerla en fuga, como le había sucedido tantas otras veces. De modo que
la fue rondando poco a poco, hoy un encuentro casual, mañana un dejarse caer
por el café que frecuentaba intentando colocarse cerca y hacerse notar
discretamente, sin alharacas ni miradas indiscretas. El hombre sencillo que
leía a Borges en la mesa de al lado. Seguro que ella, amante de la poesía como
era, se acabaría dando cuenta de que él existía.
Pero el
corazón de ella estaba tan libre y tan revuelto que ni siquiera se percató de su
presencia. Sobre todo cuando sus pupilas se fijaron en otra sonrisa que a su vez
había reparado en la suya casi al mismo tiempo en que lo hicieron los ojos del
otro admirador. Y su espíritu y su cuerpo se abrieron en canal, como el mar
rojo en la biblia, para dejar penetrar a ese nuevo amor que venía a llenar su
vida de luz y de alegría. De modo que el día en que el lector se decidió al fin
a depositar a Borges sobre la mesa de ella e invitarla a un café supo que había
esperado demasiado tiempo.
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