domingo, 27 de enero de 2013



FÚTBOL Y CHOCOLATE
 
Hablaban esta mañana en la radio de los domingos de la infancia: del frío invierno salpicado de tardes de fútbol y películas de Fred Astaire. Los domingos de la infancia, en blanco y negro y heladores, sin calefacción, jugando al Monopoly en casa de una amiga después de haber llorado a moco tendido delante de la tele, contemplando las evoluciones de la familia Ingalls, que hay que joderse la mala suerte que tenían los pobres.
 
Los domingos de invierno eran muchos, y largos. No se podía jugar en la calle, ni ir a la piscina. El invierno era un asco. Y los domingos un aburrimiento.
Y una tortura.
 
Al menos para mí, que un domingo de cada dos y nada más comer me ponían los calcetines largos y el abrigo y se me llevaban al fútbol, donde mi padre intentaba sin éxito explicarme las tácticas del juego, la composición de las alineaciones y el lugar de donde provenía el equipo contrario.
Pero yo no hacía ni caso, concentrada como estaba en conseguir que mis dientes dejaran de castañetear, y contemplando la costra de mis rodillas, siempre cubiertas de tiritas o de pústulas a medio arrancar. Eran los años de las falditas plisadas con imperdibles delante, de las piernas desnudas, del despegue económico que aún no nos había instalado en eso que se ha dado en llamar “el estado del bienestar”. El frío que yo pasé aquellas tardes ha quedado impreso a fuego en mi memoria. Quizá de ahí me venga la aversión que aún siento hacia el deporte rey.
Y es que, a la vuelta al hogar, me encontraba de nuevo con el fútbol. Esta vez en la pantalla. Y no servía de nada rebelarse, porque entonces era el cabeza de familia quien tenía la suprema autoridad. Y no había ni mandos a distancia ni segundos televisores: era fútbol o fútbol.
 
Menos mal que en casa había un ángel que me comprendía. Menos mal que estaba ella, mamá, que se apiadaba de mí, de mi disgusto, de mi aburrimiento, de mis rodillas costradas y del frío que habitaba mis entrañas, y me ofrecía, cada domingo y al caer la tarde, un tazón de chocolate caliente con pan tostado en el horno de la cocina de carbón.
 
Y con esa reconfortante merienda yo me reconciliaba con el mundo, con el cierzo, con mi padre y hasta con el Tudelano. Y me decía que qué demonios, que tampoco era tan grave que el fútbol siguiera existiendo mientras existiera también el chocolate.

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