domingo, 13 de enero de 2013

 
 
ÉRASE UNA VEZ….
 
Érase que se era, en un país muuuuy lejano, una joven princesa que vivía feliz en el palacio de su padre. Tenía todo lo que una muchachita de aquél tiempo podía desear: un ama que se hacía cargo de ella sin agobiarla demasiado, una orquesta que tocaba sus piezas favoritas, una habitación enorme desde la que divisaba todo el reino y un padre que le consentía todos los caprichos, ya que era la única hija que había tenido. Y, por tanto, aquélla que un día heredaría el trono.
 
A la princesa le gustaba pasear por el jardín y mirar a los animalitos. Incluso les hablaba, pese a los reproches del ama, que pensaba que ni el contacto ni muchísimo menos la conversación con bestias eran dos actividades propias de una futura reina.
 
Pero de nada servía. Porque la muchacha era terca como una mula. Y se aburría bastante, puesto que al no tener hermanos, ni primos, ni amigas en el palacio qué mejor interlocutores que los pájaros, los peces o las gallinas, que la escuchaban, y le respondían en sus lenguajes extraños e incomprensibles, que ella se esforzaba en traducir. Y que a veces creía poder descifrar.
 
Fue por ello que no la sorprendió en absoluto que aquél sapo la saludase una mañana desde la charca: “Buenos días, princesa”- le dijo. Y a ella le pareció de lo más normal. Y se sentó sobre la hierba, y charlaron durante todo el día, y durante el siguiente, y el siguiente al siguiente… y así hasta que terminaron por enamorarse, y la princesa, que siempre había sido risueña y optimista, empezó a dolerse de su suerte, a maldecir su destino por querer con locura a alguien con quien jamás podría consumar su amor.
 
Hasta que sus súplicas llegaron a oídos del hada de la comarca, y ésta le concedió el deseo de hacer que su amado sapo se convirtiera en hombre: un apuesto y gentil caballero que encandiló a sus padres y con el que fue desposada de inmediato.
 
Pero la vida de un príncipe mola menos que la de un batracio; y poco les duró la felicidad. Porque, una vez pasada la noche de bodas, el doncel fue enviado a otro reino para participar en unas gestas. Y después a un concilio. Y luego a una guerra. Y más tarde a otra. Y a continuación a un nuevo torneo. Y así sucesivamente. Sólo de vez en cuando el príncipe pasaba unas horas en el castillo, encerrado en los aposentos con su esposa, antes de ser nuevamente arrancado de sus brazos para enviarlo a una nueva empresa.
 
Y eso no era lo que ellos querían. A ellos lo que les gustaba era charlar, mirarse a los ojos durante horas, pasear por el jardín… Y tanto el príncipe como la princesa empezaron a añorar enormemente aquellos días en que ella se sentaba sobre la hierba y él trepaba hasta sus faldas, y hablaban de mil cosas, y ella pasaba sus finos dedos sobre su piel viscosa, y algunas noches, incapaz de soportar el dolor de separarse, lo llevaba a su cuarto escondido entre sus ropas y lo sumergía en un barreño de cobre, junto a su cama, y dormía con la mano alrededor del cuerpo de su amado.
 
Tanto lloraron la princesa y el príncipe que sus lágrimas se transformaron en salada lluvia, llegaron hasta el hada y ésta obró el prodigio; el doncel retornó a su forma primitiva.
 
Ella hizo creer a todo el mundo que había muerto en la guerra. Se vistió de negro de pies a cabeza y jamás se volvió a casar. Reinó en soledad. Construyó un gran estanque justo al lado de la entrada del palacio; lo llenó de nenúfares y allí instaló a su amado, al que siguió ocultando, como antaño, cada atardecer entre sus ropas para conducirlo a sus aposentos donde, una vez caía la noche, el animal se transformaba en hombre para metamorfosearse de nuevo en batracio con las primeras luces de la aurora.
 
Fue su secreto. El de ellos dos y el del hada.
 
Y colorín, colorado…
 
 

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