viernes, 13 de septiembre de 2024


 

LA PRIMOGENITURA DE JACOB
(estafas del camino)

La mañana amaneció nublada y no tardó mucho en empezar a llover. No era una lluvia intensa, sino más bien una leve llovizna de esas que para cuando quieres darte cuenta vas hecha una sopa. Había salido del albergue tras los italianos y lo desapacible de la climatología invitaba a enchufarse los auriculares y poner el Nuclear de Leiva a todo volumen. La lluvia arreciaba y los talones estaban empezando a molestarme de verdad. Era casi medio día y había quedado lejos esa acogedora cafetería en que paré por la mañana y en la que una maza de plátanos se ofrecía, tentadora, al sufrido peregrino. A esas alturas el potasio de la fruta se había quedado ya agarrado las piedras del camino. Unos pocos kilómetros me separaban de la siguiente parada y de una sola idea:

Comer.

Hubo suerte porque el único bar del pueblo estaba a la entrada del mismo. Y eso significaba que en breve podría soltar la mochila, sentarme y aflojarme los cordones de las botas, que me estaban matando.
Pedí una caña. Una pareja acababa de llevarse la poca comida que quedaba en la barra. No era ni la una y media y el dueño me dijo que si tenía paciencia me podía dar unas lentejas.
Yo le contesté que no me importaba esperar y que si sería posible que me saliera con mi cerveza a la terraza y me avisasen cuando la comida estuviese lista. El dueño ignoró mi petición al tiempo que un operario de brigada con indumentaria reflectante ocupaba la única silla acababa de quedarse vacía. Instantes antes el propietario del local había pasado al comedor a una guiri que había llegado a la vez que yo.
Los pies, al detener el movimiento, se quejaban más enérgicamente, y la paciencia estaba empezando a terminárseme a la vista de que, al parecer, en ese garito todo el mundo me ignoraba.

Al cabo de unos diez minutos de permanecer de pie, apoyada en la barra con expresión idiota, el propietario de local me miró con cara de circunstancias y me dijo:
“¿Qué?”
Y yo le contesté que estaba pensando en largarme.
Y él me dijo: “Pues serías la primera mujer que me deja”.
Y yo le respondí que si trataba a muchas como a mí no sería la última.
Y argumentó me había anunciado que si tenía un poco de paciencia me daría de comer. Y argüí que yo también le había dicho que si era posible que me saliera a la terraza y me sentase y me avisasen cuando estuviera la comida en lugar detenerme allí clavada como un poste, a lo que el hombre me respondió que vale, que podía salir a la terraza y sentarme y que me avisarían cuando pudiera pasar al comedor.

Sabedora de que el tipo tenía la sartén por el mango, ya que no había otro lugar donde comer en al menos media hora de camino, agarré más o menos por este orden y en diferentes viajes la mochila, los accesorios y el vaso de la cerveza, habilité una mesa del exterior, sequé como pude una de las sillas de la terraza y, cuando no había hecho más que acomodarme, el hijo del propietario salió y me dijo que ya había sitio en el comedor. Vuelta a empezar con el traslado de todos los enseres.

La verdad es que la espera mereció la pena porque al cabo de un par de minutos el chaval puso ante mí una sopera de humeantes lentejas con chorizo y morcilla de las que no deje ni las migas y por las que el dueño del local me sacudió doce euros de vellón.
Doce euros.
Por una ración de lentejas.

Que me salieron más caras que las de la primogenitura de Jacob.

#SafeCreative Mina Cb

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