martes, 25 de febrero de 2020




LA EMPERATRIZ DE LAS CHUCHES

Siempre he creído que el de vendedora de chuches es uno de los oficios más duros que existen. 

Sí, porque estar ahí, toda profesional y sonriente, mientras un grupo de enanos decide en qué invierte el dinero sin perder la sonrisa y/o mandarlos a la mierda tiene un mérito del copetín. Y hace falta la paciencia del santo Job, porque lo de la paga de un peque es una cosa muy seria. Y hay que pensar muy bien en qué se emplea. De hecho, creo que es menos laborioso atender a una mocita que busca su primer vestido nupcial que a un canijo que no sabe qué hacer con un euro. 

O con veinticinco pesetas, que era lo que se llevaba entonces. 

Pero ahí estaba ella, profesional y competente como nadie, instalada tras el apetecible mostrador de aquel templo del deseo ante el cual la chavalería se apiñaba, con los ojos brillantes, ansiosa y dubitativa, observando con atención la mercancía al tiempo que echaba mano de todos sus conocimientos matemáticos adquiridos en las duras jornadas escolares. "¿Cuánto vale el maíz?", le preguntabas. Y te decía, mientras le cobraba otra peqeñina al tiempo que saludaba a gritos a alguien que pasaba por delante y le soltaba un manotazo al caradura que pretendía llevarse una cebolleta sin pagar: "Siete pesetas". Y tú mirabas las monedas y te quedabas pensando que con el regaliz y los cromos y la bolsa de pipas se te iba el presupuesto. Y que tocaba decidir. De modo que volvías a dejar las pipas en su sitio y empezabas de nuevo. Echabas una ojeada y dabas con el sidral, que era más asequible que las peta zetas y combinaba bien con el regaliz. Y vuelta preguntar. "Tres pesetas". Eso era otra cosa. Además, tu amiga ya llevaba pipas y las podíais compartir. Claro queee... si dejabas los cromos igual te llegaba para un jamón de azúcar. Y ahí estaban de nuevo las dudas y las cavilaciones. Y el no saber muy bien qué hacer. Y entonces la mirabas y le decías: "Que dejo los cromos y quiero un jamón". Y era la sexta vez ya que cambiabas de opinión. Pero en vez de mandarte a la porra te hacía el cambio. Y así con todos los críos que tenía delante, que menudo trabajo estar ahí aguantando a toda esa cuadrilla haciendo sumas y restas y cogiendo y dejando cosas sin convertirse en una asesina en serie. Menos mal que luego tenía ratos de asueto y se sentaba en la parte de atrás, ante la puerta abierta a aldraguear. Que eso, como buena tudelana, le gustaba mucho. Tanto como vender velas y albahaca el día de Santa Ana. 

No era tan paciente, la verdad, cuando ya nos fuimos haciendo mayores y los sábados a la tarde noche íbamos, un poco piripis, a tocarle las narices para remojar los zuritos con un donuts o una bolsa de patatas fritas. Entonces, si nos pasábamos de listos, nos soltaba alguna fresca y nos ponía en nuestro sitio, faltaría más. Porque ella era una mujer de carácter, muy dicharachera y sonriente pero poco amiga de que le faltaran al respeto. 

Le tomó el relevo a su madre en aquel primitivo quiosco que luego fue reemplazado por el nuevo. Conoció las figuras navideñas del estanco de Melchor y vio desaparecer la fuente del pez y surgir ese bullicioso ramillete de bares que transformaron la plaza, haciéndola pasar de zona comercial a espacio de ocio. Nos vio crecer desde esa ventanilla, que un día cerró para siempre y, poco a poco, se fue haciendo mayor. 

Hasta que ayer su foto en una esquela me anunció que ya no la vería paseando al sol con su sillita, llevada por la hija. Pero supe también que se había ganado a pulso, no solo este puñado de palabras, sino un sitio de honor en el Olimpo de la memoria tudelana.

Feliz viaje al cielo, Mercedes. 
Desde ahí sí que vas a ver bien la procesión.

#‎SafeCreative‬ Mina Cb

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