domingo, 26 de enero de 2014



EL GATO Y EL IMBÉCIL

 

Era tanto el amor que profesaba  hacia él, tantas las confidencias que le hacía al oído, los dos en el sofá mejilla con mejilla, tantos los momentos de ternura que habían compartido, que no le sorprendió lo más mínimo que un día el animal respondiera a uno de sus “¿Quién es lo más bonito del mundo?” con un escueto “Yo”.

 

Claro que no se le ocurrió decirle a nadie que su gato hablaba… faltaría más. Que no estaba por la labor de que la tomasen por una chiflada. De modo que cada vez que alguien venía a casa, ella pedía por favor al minino que permaneciera en silencio durante toda la visita. Y él así lo hacía, en primer lugar porque la adoraba y en segundo lugar porque era consciente de que no es normal que un gato articule palabras como lo hace un humano. Y muchísimo menos que tenga la inteligencia suficiente como para mantener una conversación. De modo que cuando venían invitados él se arrellanaba en su cestita y, una vez acabada la reunión, discutían acerca de la opinión que le habían merecido sus amigos. Solos los dos.

 

Aquella tarde ella se puso muy bonita. Se peinó con un moño alto y se enfundó un vestido rosa, cortito y entallado. Había pasado todo el día en la cocina preparando el menú de la cena. Alguien muy especial, le confesó, vendría aquella noche, y era de suma importancia que él se portase muy bien y no les molestase. Porque se había enamorado locamente de aquel hombre y quería causarle una buenísima impresión.

El tipo llegó media hora tarde sin siquiera disculparse, se sentó a la mesa y devoró en dos bocados y sin decir ni mú los platos que a ella le había llevado horas cocinar, y no hubo un solo elogio para su vestido o su peinado. Una vez acabaron de cenar ella se levantó para recoger la vajilla mientras él permanecía sentado en la mesa sin retirar un plato. La mujer dijo que tardaría unos minutos en salir puesto que tenía que cargar el lavavajillas y preparar el postre y el café, ausencia que el invitado aprovechó para acercarse hasta la cesta del gato, poner la nariz a su nivel y decirle ásperamente:

-“¿Sabes, asquerosa bola de pelos? No me gustan nada, pero nada, los animales…”

A lo que el felino, sin inmutarse, respondió:
-“Pues estamos en paz porque yo les tengo alergia a los imbéciles”.

 

Cuando ella salió, la bandeja del café sobre las palmas de las manos, el hombre había desaparecido para siempre y la mascota dormía plácidamente en su rincón.

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