jueves, 9 de enero de 2014





DENTRO DEL ESTUCHE

 

Era la suya una familia pobre con demasiadas bocas que alimentar, de modo que se vino para el norte huyendo de la miseria y de la justicia, que andaba tras él después de un quítame allá esas pajas con un vecino un tanto pendenciero al que arrancó un pezón de cuajo de un mordisco en el transcurso de una pela en que mediaban a buen seguro la testosterona y el mal vino.

 

Su portal de belén, de haber tenido dinero para montarlo, lo hubieran compuesto Carrillo en el papel de San José y la Pasionaria como Virgen. Y sin niño, que el hombre jamás se había dejado engatusar por milagro ni por leyenda alguna. Aunque habría, sin duda, un coro de pastores al lado de una hoguera disfrutando de un buen puchero de migas y entonando a gritos la Internacional, el puño en alto. Mal credo para las vísperas de un sinsentido que convirtió este país en una gran parroquia atestada de chivatos y pelotas donde alguien acabó por irse de la lengua, de forma que una noche los golpes sonaron en su puerta y allá que fue, al camión con tantos otros, inmóvil y callado, rezando o maldiciendo, quién sabe, para sí, y contando los minutos que le separaban de la venda en los ojos y el disparo del fusil.

 

Pero el destino en forma de tío cura se apiadó de su alma y fue salvado, como los reos del cine, del pelotón en el último momento. Este gesto filantrópico sólo sirvió para que se consumiera de angustia poco a poco en un país donde ya no se podían levantar ni el puño ni la voz.

Ni siquiera la cabeza.

 

Murió hace años. Más de los que yo llevo en el mundo. Y desde luego mucho antes de que el tirano que le había arrancado la dignidad y la sonrisa pasara a mejor vida.

 

Hace unos días, en una de esas excursiones al pasado y la nostalgia que las madres hacen con sus hijas cuando las luces empiezan a apagarse, nos encontramos esto: el único objeto suyo que nos ha quedado y que había permanecido durante décadas encerrado en un cajón, protegido por su estuche de verde satén y madera, oculto a nuestros ojos, entregado al olvido al tiempo que seguro venerado por mi padre, que nunca jamás dejó de hablarnos de mi abuelo, el hombre que de chico, nos decía, le colocaba con el puño en alto delante de la puerta de la taberna y le susurraba al oído, para que cantase, eso de “arriba, parias de la tierra…”

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