NADA
MÁS QUE AGUA (VERSIÓN NÚMERO DOS)
Nada
más que agua. Eso era lo que pensaba.
Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba
flores.
Era la
primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del
salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél
encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la
vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios
para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y
gran amor.
Tampoco
era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla.
Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto
de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no
está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
Lo
regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que
había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que
a elle le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo
resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la
cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la
terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas
por si podían resultarle tóxicos.
En fin,
que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
Pero de
nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y
cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste
sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las
piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don
especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
No se
atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse
durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que
decidió, y puesto que él iba a venir a cenar aquella noche, comprar un tiesto
idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el
rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y
enamorada. Claro que como no tenía tiempo de ir hasta la floristería les llamó
por teléfono para ver si podían servirle a domicilio. Envió una foto del
difunto tiesto y el propietario de la tienda le prometió que tendría el rosal
en su casa en menos de media hora. Le pareció perfecto puesto que su chico
llegaría en cuarenta y cinco minutos.
Acababa
de salir de la ducha cuando sonó el timbre del portal: era el repartidor de la
floristería. Salió a recibirlo de cualquier manera, con el albornoz y las
pantuflas y una toalla enrollada a la cabeza. El chaval, un apuesto joven de
veintipocos años, llegaba desfallecido, enrojecido y sudoroso. Había subido las
escaleras de dos en dos porque el ascensor estaba ocupado. Se fue a por la
cartera y lo dejó en la puerta, aún con las flores en las manos. Cuando volvió
con el dinero se abrió el ascensor y apareció su novio, con un ramo de rosas,
que se quedó de una pieza al ver al efebo sudoroso y aún ruborizado y a su chica con el rosal entre las manos.
“Puedo
explicártelo, cariño”- le dijo.
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