viernes, 29 de noviembre de 2013




LA NAVAJA
 
Era grande y afilada, con la cacha color beige, de concha y con una rendija y un tornillo en el extremo que permitía guardar el imponente y acerado filo en su interior al finalizar la tarea. Mi padre la guardaba en su funda de madera laminada, un estuche de dos piezas que encajaban la una dentro de la otra mediante un rebaje en el extremo de una de ellas.
 
Era la navaja un objeto prohibido que sólo de vez en cuando y bajo supervisión paterna se nos dejaba contemplar, y hasta tocar a veces. Yo me miraba en el metal brillante, mis ojos en mis ojos, mientras sujetaba cuidadosamente el acero con ambas manos, una en cada extremo, sosteniéndolo entre mis dedos como algo más frágil que dañino. Hasta que mi padre me la retiraba con cuidado y daba comienzo el ritual.
 
A mi padre le gustaba afeitarse en la cocina las mañanas del domingo, que es cuando tenía tiempo para hacerlo a fondo. Mientras yo jugueteaba con las cerdas de la brocha colocaba un espejo de plástico pequeño, de esos rectangulares que llevaban una patilla que servía lo mismo como pie que como colgador y llenaba con agua templada una pequeña palangana de metal que también guardaba lejos de nuestro alcance para que no la utilizásemos para jugar a las cocinitas. Después se mojaba la cara, esparcía el jabón por la brocha y el olor del ungüento llenaba la cocina y el cuarto de estar. El olor del jabón es, estoy segura, uno de los más evocadores. El de mi padre era una barra cremosa envuelta en papel metalizado que él iba desenrollando y cortando y por cuya superficie a mí me gustaba deslizar el dedo índice y después llevármelo a la nariz. ¡Qué bien huelen las cosas de los seres queridos en la infancia! Mi padre me dejaba hacer mientras arrimaba la cara al espejo, acodado en la mesa, la mano izquierda tensando la piel desde  la base del mentón y la derecha sujetando la navaja. Ver el filo retirando la blanca pasta y dejando tras él fragmentos de piel tersa y rosada es uno de los espectáculos más fascinantes que puede contemplar un niño. Su pulso era certero y apenas quedaban resquicios de jabón en su rostro. Lo hacía lentamente, sin perder de vista ni su imagen ni el filo de la faca. Ni a mí, que me gustaba comerme el jabón de vez en cuando.
 
Una vez terminaba limpiaba cuidadosamente el bacín, la brocha y la navaja y volvía a guardarlo todo en su rincón, lejos del alcance de nuestras pequeñas y traviesas manos. Luego se vestía de domingo y me llevaba de paseo. A mediodía, cuando volvíamos a casa, el perfume del jabón aún permanecía en la atmósfera mezclado con el apetitoso olor de la paella.


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