LA
NAVAJA
Era
grande y afilada, con la cacha color beige, de concha y con una rendija y un
tornillo en el extremo que permitía guardar el imponente y acerado filo en su
interior al finalizar la tarea. Mi padre la guardaba en su funda de madera
laminada, un estuche de dos piezas que encajaban la una dentro de la otra
mediante un rebaje en el extremo de una de ellas.
Era la
navaja un objeto prohibido que sólo de vez en cuando y bajo supervisión paterna
se nos dejaba contemplar, y hasta tocar a veces. Yo me miraba en el metal
brillante, mis ojos en mis ojos, mientras sujetaba cuidadosamente el acero con
ambas manos, una en cada extremo, sosteniéndolo entre mis dedos como algo más
frágil que dañino. Hasta que mi padre me la retiraba con cuidado y daba comienzo
el ritual.
A mi
padre le gustaba afeitarse en la cocina las mañanas del domingo, que es cuando
tenía tiempo para hacerlo a fondo. Mientras yo jugueteaba con las cerdas de la
brocha colocaba un espejo de plástico pequeño, de esos rectangulares que
llevaban una patilla que servía lo mismo como pie que como colgador y llenaba
con agua templada una pequeña palangana de metal que también guardaba lejos de
nuestro alcance para que no la utilizásemos para jugar a las cocinitas. Después
se mojaba la cara, esparcía el jabón por la brocha y el olor del ungüento
llenaba la cocina y el cuarto de estar. El olor del jabón es, estoy segura, uno
de los más evocadores. El de mi padre era una barra cremosa envuelta en papel
metalizado que él iba desenrollando y cortando y por cuya superficie a mí me
gustaba deslizar el dedo índice y después llevármelo a la nariz. ¡Qué bien
huelen las cosas de los seres queridos en la infancia! Mi padre me dejaba hacer
mientras arrimaba la cara al espejo, acodado en la mesa, la mano izquierda
tensando la piel desde la base del
mentón y la derecha sujetando la navaja. Ver el filo retirando la blanca pasta
y dejando tras él fragmentos de piel tersa y rosada es uno de los espectáculos
más fascinantes que puede contemplar un niño. Su pulso era certero y apenas
quedaban resquicios de jabón en su rostro. Lo hacía lentamente, sin perder de
vista ni su imagen ni el filo de la faca. Ni a mí, que me gustaba comerme el
jabón de vez en cuando.
Una vez
terminaba limpiaba cuidadosamente el bacín, la brocha y la navaja y volvía a
guardarlo todo en su rincón, lejos del alcance de nuestras pequeñas y traviesas
manos. Luego se vestía de domingo y me llevaba de paseo. A mediodía, cuando
volvíamos a casa, el perfume del jabón aún permanecía en la atmósfera mezclado
con el apetitoso olor de la paella.
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