miércoles, 4 de septiembre de 2013




 
LA HORA DE LA VERDAD
 
Estaba profundamente dormida cuando él llegó. No se apercibió de su presencia hasta que sintió sus manos dibujando circulitos alrededor de su ombligo, la deliciosa línea que conduce hacia el pubis y que a ella tanto le gustaba que le acariciasen.
 
Sintió desde el primer momento el sospechoso aroma, pero era tal la ternura de sus dedos, hacía tanto tiempo que no la hacía sentir de esa manera, que se dejó llevar sin una sola queja. Él continuó, una interminable serie de caricias, como al principio, cuando eran novios y conseguían escaparse juntos y pasaban la noche besándose, tocándose, haciéndose el amor y luego durmiéndose en brazos uno del otro para experimentar, de madrugada, el inmenso placer de despertarse al contacto de unas manos, con la piel encendida, el vello erizado, el cuerpo expectante… Luego ya llegaron los años de vida en común con su rutina, sus niños, sus hipotecas y sus movidas… Y apenas nada de tiempo para el disfrute del otro. Y la agonía de los siete últimos meses, después del comienzo del año, con ese cambio suyo, esa decisión que había transformado sus vidas, que los había conducido poco a poco al borde de la ruptura: su ansiedad, su irritabilidad, todas esas manías que había adquirido de repente; esa obsesión por levantarse los domingos al punto de la mañana e irse a hacer deporte. Y lo huraño que se estaba volviendo: desde el momento en que comenzó todo, había ido recortando todas sus salidas hasta convertirse prácticamente en un ermitaño. Ya no quedaba con sus amigos en la peña para ver los partidos, ya no salían los sábados a tomar unas cañas, ya no se acercaban los domingos por la mañana al centro a sentarse en una terraza a comer calamares y croquetas… Y casi mejor, porque cuando alguien los invitaba él acababa enfadándose por cualquier tontería y montando tal bronca que, fiablemente, ella tenía que echar mano de toda su diplomacia, cogerlo por el brazo y llevárselo a casa.
 
Las manos de él la enlazaban ahora por la espalda, dulce, delicadamente, buscando la posición que a ella más le gustaba mientras le mordía el cuello y le susurraba al oído “Te quiero, te quiero… Se acabó, te lo juro, se acabó todo”.
Ella buscó su boca para silenciarla con un beso y se dejó llevar… como al principio… lenta, silenciosamente, sin pensar el las luces parpadeantes del reloj que le anunciaban, maliciosas, que aquella iba a ser una mañana horrible en el trabajo.
 
Cuando al fin se separaron, él la miró a los ojos con cierto temor y le dijo:
“Lo siento mucho, cariño. He roto mi promesa. Esta tarde, después del trabajo, he salido con un par de amigos. Nos hemos tomado unas cañas y, en fin, estábamos tan a gusto… ha sido como antes de empezar toda esta pesadilla: las bromas, las anécdotas de la mili, las discusiones de fútbol…. una cosa ha llevado a la otra… Hemos ido a casa de Enrique, ya sabes lo que pasa allí… cómo son, cómo se ponen de cabezones. En fin, el alcohol, el ambiente, la charla… al final no he podido resistirlo. Tanto me ha insistido su hermana que no me ha quedado otro remedio que decir que sí… sólo por darle gusto. Pero el caso es que al primero ha seguido el segundo, y al segundo el tercero…
 
Y bueno, que he acabado fumándome medio paquete.”
 


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