miércoles, 27 de febrero de 2013

EL EXCELENTÍSIMO SEÑOR
 
Un enlutado enjambre ocupaba la calleja, impidiéndole el paso. Era el inconveniente de vivir tan cerca de la iglesia más importante, que si era tan importante, se decía, no sabía por qué coño la puerta principal tenía que salir a una calle tan estrecha. Claro que lo más seguro es que el templo llegase primero y el edificio de en frente después. Cosas de los urbanistas, que muchas veces piensan con los pies.
 
Así que, como tuvo que detenerse por obligación, se distrajo mirando al personal. La fauna era variopinta dentro de lo superpijo: nenas con minifalda y medias de rejilla, chavales con vaqueros de marca y expresión de fastidio, mujeres y hombres de mediana edad vestidos de luto riguroso, niños disfrazados de pingüino dándole patadas a una papelera… ojos irritados, rostros compungidos, expresiones de alivio… y un silencio urbano y diplomático, un silencio educado, comedido.
Silencio de duelo, silencio de mentira; silencio de mentes ocupadas en otros menesteres, silencio de páginas que pasan, de libros que se cierran, de ausencias anunciadas.
 
Salió al fin el féretro, aún cubierto con el manto de la virgen que los empleados de la funeraria retiraron antes de aposentarlo sobre las guías del furgón, dejando a la vista un ataúd de un lujo desmedido, en caoba según oyó cuchichear a uno de los deudos, con herrajes metálicos y una enorme cruz dorada sobre la tapa. Un féretro cuyo importe hubiera dado de comer, de eso podéis estar seguros, a toda una familia durante al menos un mes. Desfiló a continuación el cortejo floral, llenando el coche fúnebre con tal cantidad de ramos y centros (lo de las coronas hace tiempo que quedó para los pobres) que no había espacio para albergar tanta vegetación, de modo que algunos de los presentes tomaron sus flores para llevarlas ellos mismos hasta el camposanto.
 
Se vació la calle poco a poco y empezó el desfile de Bemeuves, Audis y Mercedes. Aprovechó para acercarse hasta la puerta, donde aún colgaba de una chincheta la esquela mortuoria. En la foto, un señor con bigote, gafas, gorra de plato y cara de pocos amigos le miró de soslayo. Bajo la imagen, en minúscula, una relación de todos sus cargos, presidencias y méritos varios. Y sobre la foto, y en letras enormes, uno de esos nombres impronunciables seguidos de dos apellidos, compuestos, separados por guiones y enlazados por el “de”. Y el “Excelentísimo señor” como encabezamiento.
 
Lo miró con un poco de pena, podrido de dinero seguramente, ilustrísimo y presidentísimo, pero camino del cementerio. Y con esa cara de disgusto.
 
Polvo somos…

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