sábado, 5 de agosto de 2017

La imagen puede contener: guitarra 


MESTIZAJE

Creo que no hay mejor escuela que la admiración. Lo he venido constatando a lo largo de este verano un tanto intenso y bastante caluroso, que invita a estar en la terraza de un bar hasta las tantas y te permite así coincidir con la inquieta fauna nocturna que pulula por cierta zona cuyo nombre no voy a mencionar. Hace dos noches pasé la velada boquiabierta: un grupo de músicos de diverso estilo y procedencia coincidieron allí con tres guitarras de las menos malas y en lo que la tarde tarda en convertirse en madrugada le dieron al flamenco, al pop, al blues y al rock and roll... Y una vez más, mientras los contemplaba, silenciosa y feliz, me repetí que lo que nos hace converger no es la edad, ni la raza, ni la posición social, sino las inquietudes. Que poco importa que tu carnet de identidad cuente veinte o setenta mientras tropieces con gente a la que el espíritu se le ilumine con las mismas cosas que a ti.

Pero no es esta mezcolanza de etnias lo que más me flipa. En absoluto. Lo que de verdad me asombra, y hace que ciertas escenas se me graben a fuego en el cerebro, es todo lo que son capaces de aportarse; ese respeto hacia lo ajeno, ese intento de mezclar tendencias, ese desenfado con que la guitarra va de mano en mano, cambiando de sonido al ritmo de otros dedos... y sobre todo las miradas: los ojos hipnotizados ante la presencia del maestro. La admiración que se refleja en el semblante de un chaval de veintipocos que acaba de hacer algo de los Rolling y de pronto se queda como un bobo, fascinado y atónito ante el experto rasgueo de un gitano tocado por la magia de los dioses. Eso es lo que realmente me emociona: más que la música y la mezcla de culturas, más que lo variopinto de los ritmos; más que lo desigual de las edades... Me emociona hasta la lágrima ver esas expresiones en las caras de chiquillos que han pasado media adolescencia en un conservatorio y que se dan cuenta de repente de que no tienen ni idea: de que esos acordes no se los ha enseñado nadie; de que esa forma de tocar no la dan ni el pentagrama ni los métodos; de que probablemente, en el transcurso de toda su puñetera vida, no serán capaces de tocar así. Y no obstante los miran, alelados, y colocan la mano en torno al mástil sin perder de vista al otro, y lo intentan de nuevo mientras el instructor sonríe, paciente y complacido, y les indica cómo hay que poner los dedos... y lo hace honestamente, con generosidad, sin temor de que el otro pueda superarlo y desprovisto del menor atisbo de arrogancia; sabedor de que el arte es un camino a cielo abierto a través del cual los más versados han de guiar, en sus inicios, a los curiosos e infatigables principiantes.

#SafeCreative Mina Cb

No hay comentarios:

Publicar un comentario