jueves, 4 de septiembre de 2014


EL POBRE ANDRESITO

¡Aquella bata sí que molaba! Tenía los botones por delante, lo que permitía convertirla en capa de superhéroe… Y no le habían quitado los bolsillos, como hacía su madre para evitar que los llenase de cacharros y le atascase el filtro de la lavadora. Además llevaba un cartelito con su nombre: “Andrés”, ponía, y no Andresito como le decían todos.

Le asignaron un pupitre para él solo: una sillita verde y la mesa con una parrilla para dejar el contenido de la mochila. Lo primero que hicieron fue decir sus nombres delante de todo el mundo y contar algo de ellos… así descubrió que algunos niños tenían mascotas, que otros compartían habitación con sus hermanos, que una de ellas era socia del Barça, que el papá de otra andaba en bicicleta… Había niños que vivían en bloques de pisos, otros en casas con jardín… incluso alguno que lo hacía en el campo. Unos, como él, que además era hijo único, estaban con papá y mamá; otros, cuyos padres estaban separados, vivían con uno y veían al otro los fines de semana; algunos pasaban una temporada en cada casa y convivían con los hijos de las novias o los novios de sus padres… y hasta conoció a una niña que vivía con sus abuelos porque sus papás habían muerto en un accidente cuando ella era un bebé. Pero no estaba triste, decía… porque los yayos la querían, y la llevaban al cine, y le ayudaban a atarse los zapatos.

Después de la presentación salieron al patio, a jugar. Lo dejaron jugar a la pelota… ¡Aún existiendo el riesgo de mancharse! De hecho, la señorita le dijo que no se preocupara, que la bata era para eso. Y lo que es mejor… pudo formar equipo con niños de otros países, que su madre nunca le dejaba jugar con ellos en el parque… ¡Hasta una gitana había en el equipo! Y un niño de cara rara, diferente aunque no extranjero. Era un poco más lento de reflejos, hablaba con dificultad y la maestra estaba más pendiente de él que de los otros…. Pero corría que se las pelaba el condenado…

Luego, una vez en clase, la señorita los sentó a todos en el suelo (“No, Andresito, no te preocupes, -le dijo -el suelo está limpio, no te vas a ensuciar… y no te va a doler luego la tripa”) y les enseñó una canción. Los animó a cantar a voz en grito, tocando palmas. E incluso les invitó a bailar si les apetecía. Y así, el pobre Andresito se encontró al poco tiempo dando saltos, palmeando y berreando como un poseso. Seguro, se dijo, que entre los gritos y el sudor al día siguiente le iba a doler la garganta una barbaridad.

La mañana pasó en un suspiro. Y llegó la hora de marcharse. Y de cambiar la bata de superhéroe por el maldito abrigo que picaba. No le hacía ni puñetera gracia, se dijo mientras la señorita le ayudaba a meter sus cosas en la mochila.
- “¡¡No quiero irmeeeeeeeeeeeeeeee!!”- gritó, y rompió a llorar con desconsuelo mientras se agarraba con fuerza a la maestra.
Ella se inclinó hasta ponerse a su altura, lo besó en la frente y le dijo:
- “Tranquilo, Andrés. Si dejas de llorar te prometo que mañana te dejo tocar el xilófono”
- “O sea- dijo él- que mañana también tengo que venir…”
- “Pues claro, Andrés… Todos los días.”

Se calmó de inmediato. Cogió sus cosas y se encaminó a la salida de la mano de la seño. En la puerta esperaba su madre, los ojos enrojecidos, un nuevo juguete en una mano y una enorme bolsa de chuches en la otra. Al ver la cara de Andrés, aún marcada por los churretones de las lágrimas, se abalanzó sobre su niño, abrazándolo (eso sí, sin soltar uno sólo de los objetos que llevaba) y diciéndole al oído:

- “¡Pobrecito niño mío! ¡Qué mal lo has tenido que pasar!”

#SafeCreative Mina Cb

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