viernes, 19 de julio de 2013




HISTORIA DE UN BESO
 
La vio venir desde bien lejos, y eso que aquella mañana lo llevaban metido en la burbuja a causa de la ventolera y de ese aguacero intermitente que había recubierto el plástico de gotitas, que entre eso y el vaho de su propio aliento iba el pobrecillo más ciego que un pez frito.
 
Pero la vio, no obstante. O la olió tal vez… o a lo mejor es que la adivinaba, que la intuía como los animales del bosque intuyen el incendio y se ponen a salvo de inmediato. Claro que para él era bastante más difícil: todavía no andaba bien y además lo llevaban atado a la silleta. Y tampoco sabía hablar, con lo cual no podía decirle a su madre que diera media vuelta antes de que ella, que no los había visto todavía, pudiera descubrirlos.
 
Se ocultó como pudo. Deslizó el gorro hasta debajo de los ojos, se embozó tras la bufanda y se incrustó bien la capucha en las mejillas. Lo hizo todo por instinto, sin pensarlo, mientras iba notando cómo el taconeo se aproximaba, aceleradamente, y un espantoso grito rasgaba la hermética paz de su burbuja. La intrusa desenganchó los cierres y abrió la protección, arrancándole el gorro y la capucha de un certero y amoroso zarpazo para después pellizcarle los helados mofletes gritándole, como una grulla:
“¿Quién te quiere a tíííííí?”
 
El pequeño rompió a llorar con desespero, azotado su rostro por el viento y la llovizna, mientras su madre le despojaba de la bufanda al tiempo que de la dignidad para obligarle, eso sí, armada de la más dulce de las sonrisas, a depositar un beso en la mejilla de la tipeja aquélla, que siempre le acababa llenando de babas la nariz.

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