martes, 26 de marzo de 2013





EL DON DE CASIMIRA
 
Érase una vez una oveja que no sabía balar. Eso fue desde el principio un problema, porque cuando nació ni su madre ni el veterinario sabían si estaba viva o muerta. Y es que la oveja no se movía, no abría los ojos y no decía ni mú.
Perdón, ni bé.
Sólo cuando llegó la hora del almuerzo y todas las crías se arremolinaron alrededor de las ubres de la recién parida, la pequeña se desperezó y se arrimó a sus hermanas, ingirió su ración y se tendió nuevamente sobre el suelo del establo, sola en un rincón.
 
Fue pasando el tiempo y nada cambiaba. Comía, dormía y caminaba, siempre un tanto alejada del rebaño, silenciosa y taciturna. Siempre pensativa. Siempre cabizbaja. Y es que Casimira (que así es como se llamaba) era, por alguna razón incomprensible, incapaz de comprender el lenguaje bovino. O sí. Pero no podía hablarlo. De hecho, su dificultad para comunicarse la acabó haciendo desarrollar la capacidad de leer en los labios, no sólo de las bestias, sino también de los humanos. Pero nadie lo supo nunca.
Porque era incapaz de hablar.
 
Sabía, por tanto, cuál era el destino de las bestias que cada cierto tiempo eran retiradas del rebaño y metidas en un camión, y que partían encantadas rumbo a lo que ellas imaginaban un destino idílico. Sobre todo teniendo en cuenta que ese viaje no tenían que realizarlo a pie. Y es a que las ovejas, por mucho que nos extrañe, lo que realmente les gusta es tumbarse a la bartola y pastar tranquilamente dentro de un cercado, y no andar todo el año de aquí para allá, pateando caminos y comiéndose las sobras de las cosechas.
 
Aquella tarde se le heló la sangre a Casimira cuando vio al pastor hablar con el chófer del camión, diciéndole que eran las ovejas marcadas, como ella, con la figura de un triángulo, las que debía llevarse al día siguiente. Casimira no sabía qué hacer para alertar al resto del rebaño. Le hubiera gustado hablar, pero no le salían las palabras. De modo que se subió a lo alto de un tronco, empezó a hacer aspavientos y al final le brotó de las entrañas un sonido melodioso y triste, una especie de canto hipnótico, como el que dicen que entonan las sirenas, y todas las ovejas se arremolinaron en torno a ella. Después llegaron los perros, y las cabras, y hasta el chivo, que andaba siempre por libre, rumiando en silencio, meneando su cencerro y sin obedecer a nadie.
 
Fue entonces cuando Casimira se bajó del poste y se fue alejando lentamente, lanudo flautista de Hamelín, sin dejar de cantar, llevando tras de sí, inocentes y hechizados, a todos los animales de la granja y dejando atrás al pastor con su zurrón y su cayado, al alegre camionero pelirrojo aficionado al tinto con sifón y a su horrible, siniestro y ruidoso camión anaranjado.
 

2 comentarios:

  1. Hola Mina...
    Si lo pensamos un poquito somos una especie animal absolutamente terrible. Por mi trabajo veo casi cada día esos horribles camiones y esos pobres animales que te miran sin entender nada.
    Aunque sea ya un tópico presente en miles de sitios yo sigo la cita de San Francisco de Asís: Los animales son mis amigos, y yo no me como a mis amigos.
    El relato es magnífico a pesar de la errata. Digno de un blog tan estupendo como el que nos regalas.
    Hasta la próxima...
    E.

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  2. Gracias. Y dime la errata, porfa... Me gusta que me corrijan

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