ACEITE

Mi madre, que nació en el 34, se acordaba poquito de la guerra. Era de pueblo y tenían tierras y animales, con lo que sólo echó de menos, decía, el pan. Eso sí, contaba anécdotas sabrosas como aquélla de la vez que se metió en la boca un caramelo que encontró en un charco y, sobre todo, esa que yo le hacía repetir a veces de la vecina a cuya hija el novio dejó plantada ante el altar y, al decir las comadres una noche a la fresca que se iban a quedar sin pastas (en Corella es costumbre que se invite al vecindario a un refrigerio tras los esponsales), la mujer, que las estaba oyendo (esa era la intención), salió con la caja de buñuelos y la vació ante el grupo, de forma que los dulces rodaron cuesta abajo perseguidos por un puñado de chavales que ni en sueños cataban la repostería habitualmente mientras la despechada suegra clamaba, agriamente: “¿No queríais pastas? Pues ahí las tenéis. Corred a recogerlas”.

Lo que sí guardaba mi madre era la obsesión de acumular aceite. De oliva además. Recuerdo que cuando la crisis del petróleo primero, y luego a finales de los 70, al dispararse la inflación, esparcía por la escalera latas de “Carbonell” hasta que el tránsito por la misma se hacía dificultoso. Lo guardaba sin saber muy bien por qué, decía, aunque muchas veces, en las conversaciones familiares, salía a colación aquel trasiego de gentes en la casa de sus padres, y el tío encerrado entre los muros, y las garrafas de aceite que iban y venían. Y el día en que apareció la guardia civil, cuando mi abuelo estaba en la cárcel (lo mismo el aceite tuvo algo que ver con eso), y el agente le dijo a mi abuela, que los tenía, como todas las mujeres de mi familia materna, muy bien puestos, que lo sacaban de inmediato si “se arreglaba” con él y mi abuela le dijo que ni hablar del peluquín.

El caso es que estos días, cuando repongo las baldas del aceite y lo veo desaparecer en cuestión de unos minutos, me acuerdo de mi madre y de mi abuela.

Y de lo poco que hemos aprendido.

#SafeCreative Mina Cb