CUANDO TODO SE CERRABA
Todas las vidas guardan en la memoria de su juventud aquél lugar que aún permanecía abierto cuando todo se cerraba. Aquél lugar en donde convergían, etílicos y cansados, los más impenitentes noctámbulos de la ciudad. Aquél lugar en el que, ya rayando el alba, se podían ver caras de lo más diverso. Aquél lugar donde las chupas negras y los foulards tecnos se mezclaban, fraternales y eclécticos, tiñendo de color la negrura de la noche. Aquél lugar en el que convivían pijos y macarras. Aquél lugar que algunos no pisaban, por miedo a arruinar su reputación de perdedores y malditos, si no era puestos de todo hasta las cejas.
La Tutú era uno de esos lugares. O más bien el lugar. Porque sus giradiscos seguían funcionando incluso después de que las puertas de Cocorico se cerraran. E incluso después de que el Parrys, ese emblemático local moderno y vanguardista, mandase a paseo a los últimos clientes que se quedaban dentro hasta las tantas, vaciando vasos y entregados a quién sabe qué otros vicios. Y hasta después de que los más tenebrosos tugurios del tubo desconectasen a los chicos de Iron Maiden y pusieran en la calle a su parroquia oscura y cervecera, momento en que no les quedaba más remedio que enfilar carretera Zaragoza adelante para ver si había suerte y el discobar había iniciado ya la recta final de la sesión, momento en el que te dejaban entrar por la cara, sabedores de que, a esas horas, con todo cerrado y en las condiciones que iba el personal, poco le importaba a la clientela que le metieran un sablazo de juzgado de guardia por un par de gintónics.
Y así se juntaba allí lo mejor de cada casa: camareros que salían de currar, chavales jóvenes que acababan de dejar a la novia en casa, parejas clandestinas que se escapaban desde pueblos cercanos pensando que aquí no los conocería nadie, modernos con ganas de dejarse ver, casanovas frustrados en busca de una presa a la desesperada, niñas bien con el rímel despintado y unas borracheras de cosacos, punkis perdidos que habían entrado pensando que aquello era otra cosa… En fin; toda una fauna deambulando por el suelo de madera, dormitando en los bancos, besuqueándose en los sillones, discutiendo en la barra, bailando como posesos en mitad de la pista semivacía…
Apurando las horas, en resumen, hasta que el incómodo destello de las luces que iluminaban la sala descubriendo semblantes demacrados y ese absurdo silencio salpicado de voces roncas que se apoderaba del local cuando la música cesaba, nos anunciaban que la fiesta se había terminado. Y era entonces cuando todos salíamos en fila, como la santa compaña, ojerosos y pálidos, rumbo al acogedor y cálido refugio de las sábanas planchadas por mamá.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Taxipaul Paúl Corella (Grupo Fototuitribera)
Todas las vidas guardan en la memoria de su juventud aquél lugar que aún permanecía abierto cuando todo se cerraba. Aquél lugar en donde convergían, etílicos y cansados, los más impenitentes noctámbulos de la ciudad. Aquél lugar en el que, ya rayando el alba, se podían ver caras de lo más diverso. Aquél lugar donde las chupas negras y los foulards tecnos se mezclaban, fraternales y eclécticos, tiñendo de color la negrura de la noche. Aquél lugar en el que convivían pijos y macarras. Aquél lugar que algunos no pisaban, por miedo a arruinar su reputación de perdedores y malditos, si no era puestos de todo hasta las cejas.
La Tutú era uno de esos lugares. O más bien el lugar. Porque sus giradiscos seguían funcionando incluso después de que las puertas de Cocorico se cerraran. E incluso después de que el Parrys, ese emblemático local moderno y vanguardista, mandase a paseo a los últimos clientes que se quedaban dentro hasta las tantas, vaciando vasos y entregados a quién sabe qué otros vicios. Y hasta después de que los más tenebrosos tugurios del tubo desconectasen a los chicos de Iron Maiden y pusieran en la calle a su parroquia oscura y cervecera, momento en que no les quedaba más remedio que enfilar carretera Zaragoza adelante para ver si había suerte y el discobar había iniciado ya la recta final de la sesión, momento en el que te dejaban entrar por la cara, sabedores de que, a esas horas, con todo cerrado y en las condiciones que iba el personal, poco le importaba a la clientela que le metieran un sablazo de juzgado de guardia por un par de gintónics.
Y así se juntaba allí lo mejor de cada casa: camareros que salían de currar, chavales jóvenes que acababan de dejar a la novia en casa, parejas clandestinas que se escapaban desde pueblos cercanos pensando que aquí no los conocería nadie, modernos con ganas de dejarse ver, casanovas frustrados en busca de una presa a la desesperada, niñas bien con el rímel despintado y unas borracheras de cosacos, punkis perdidos que habían entrado pensando que aquello era otra cosa… En fin; toda una fauna deambulando por el suelo de madera, dormitando en los bancos, besuqueándose en los sillones, discutiendo en la barra, bailando como posesos en mitad de la pista semivacía…
Apurando las horas, en resumen, hasta que el incómodo destello de las luces que iluminaban la sala descubriendo semblantes demacrados y ese absurdo silencio salpicado de voces roncas que se apoderaba del local cuando la música cesaba, nos anunciaban que la fiesta se había terminado. Y era entonces cuando todos salíamos en fila, como la santa compaña, ojerosos y pálidos, rumbo al acogedor y cálido refugio de las sábanas planchadas por mamá.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Taxipaul Paúl Corella (Grupo Fototuitribera)