lunes, 30 de diciembre de 2013




COMO MANDA LA TRADICIÓN
 
Le había costado una discusión de las que hacen época, pero lo tenía decidido y esta vez no cedió. Ya había consentido, por no darle un disgusto a su madre, en hacer el paripé de la cena de Nochebuena y no tenía la menor intención de repetirlo. Este año, por fin, era libre.
 
Y haría lo que le saliese de las narices.
 
Durante las últimas dos décadas las Navidades habían sido una guerra donde la más cruenta de las batallas se libraba el día 31. Su mujer procedía de una familia muy pija y muy católica y los días 24 y 25 los pasaban con su familia, atiborrándose de comer y de beber delante del nacimiento, haciéndose regalos que costaban un ojo de la cara, cantando villancicos y criticando a los parientes. Él acudía vestido de pingüino y participaba sin ningún problema, pese a que ésta no era su actividad favorita y a que siempre se había sentido encorsetado en presencia de esa gente tan fina y tan conservadora. Pero cuando uno se casa la familia viene en el paquete. Así que lo aceptaba sin chistar.
 
Otra cosa era la Nochevieja. A él le gustaba pasar una velada festiva aunque tranquila con sus padres y hermanos y a ella lo que le molaba era reservar mesa en una sala superchic y salir a ponerse hasta las trancas de champagne y de marisco. Él tragó durante los primeros años, hasta que llegaron los niños y eso fue la excusa perfecta para evitar las salidas, pese a los enfados de ella, que insistía en dejar a los peques en casa de los abuelos la tarde del 31 y volver a por ellos la noche del 1… O la mañana del 2.
Pero él estaba hasta el gorro de saraos de Nochevieja y no cedía, y al final o bien se presentaban de morros en casa de sus padres y amargaban la cena a toda la familia o bien ella se largaba de cotillón con sus amigas y la madre de él, al verlo aparecer sólo con los niños, se echaba a llorar como una magdalena. Y vuelta al drama.
 
Hasta que un día ella encontró a un tipo más acorde con sus aficiones y le pidió el divorcio. Y él se lo concedió al instante y sin pestañear. Y aquel año, tras haber tenido a sus hijos durante la primera semana de las vacaciones, se encontraba más solo que la una y más a gusto que un arbusto. De modo que se compró un bogavante y una botella de Chivas, cargó su pipa con un buen tabaco, se preparó un par de huevos fritos con panceta (sí, ya sabía que no pegaban ni con el Chivas ni con el bogavante, pero era lo que le apetecía), desconectó los teléfonos para que su madre no pudiera llamarlo y suplicarle entre sollozos que por favor no se quedara solo, programó en el home cinema la trilogía del Padrino y se sentó en el sofá. Cenó, se encendió la pipa y abrió la botella de whisky.
 
Eran las siete de la tarde del día de Año Nuevo cuando abrió los ojos. Tenía una resaca espantosa y le dolía la espalda.
 
Pero se sentía feliz.


domingo, 29 de diciembre de 2013




VOLAR
 
No lo sabes aún…
No sabes que volar es imposible
mas no dejas por ello de intentarlo…
y coges carrerilla, y te deslizas
como el avión sobre la pista de despegue,
abiertos los brazos, alzado el mentón,
la vista hacia el cielo…
 
Y todos te contemplan
entre temerosos y muertos de envidia
“Se va a matar”, comentan entre ellos…
mas nadie te lo dice:
mudas presencias, ávidas miradas,
pensamientos que nunca mutarán en voces…
Ideas nada más.
 
Sólo yo soy valiente,
sólo yo soy capaz de mirarte a los ojos
y decirte: “Mi niño, volar no es posible…
Aparca tu sueño infantil y detén tu carrera
y vive la vida… La vida está aquí, no ahí arriba…”
Mas tu estás inmerso en tu absurda quimera…
Y ya no me escuchas.
 

 


sábado, 28 de diciembre de 2013





CRISÁLIDA
 
No me cortes las alas,
no me amarres los pies,
no me arranques los sueños,
no me impidas crecer…
 
No encadenes mis pasos
al tictac del reloj,
no me aprietes tan fuerte
que me asfixie el amor…
 
No me encierres, no intentes
obligarme a elegir…
Déjame que te quiera
sin dejar de vivir .

domingo, 22 de diciembre de 2013





TAN DEPRISA…
 
Iba tan deprisa que a veces le costaba seguir sus propios pasos. Tan deprisa que más que vivir la vida la consumía, como se consume un cigarrillo, aspirando con fuerza y sin pararse a mirar la columna de ceniza que se forma al otro lado. Tan deprisa que los relojes se detenían a su paso, que los calendarios se despojaban de sus hojas en bandadas, como lo hacen los árboles al llegar el otoño. Tan deprisa que el planeta se le hacía pequeño, que las enciclopedias no albergaban un saber suficiente como para satisfacerle. Tan deprisa que cambió su agenda por librillos de papel de fumar. Tan deprisa que los rostros del presente quedaban congelados en el acto ante sus ojos, transformándose en ajadas fotografías amarillas. Tan deprisa que incluso olvidaba los recuerdos en el mismo momento de haberlos vivido. Tan deprisa que nadie, incluso aquéllos que lo amaban de corazón, era capaz de seguirle.
 
Tan deprisa… que terminó perdiéndose a sí mismo.

lunes, 16 de diciembre de 2013




INSOMNIO
 
Escondo las fotos,
guardo bajo llave todos los objetos que pueblan la casa,
que llevan tu nombre.
 
Ni siquiera me atrevo a abrir la despensa
para no ver tus latas de brotes de soja,
tus frascos de alubias,
tus tostas de pan…
 
Te invento defectos,
casi eres un gángster…
Y esta maldad tuya de mentirijillas
me deja dormir
un par de horas, no más… tres acaso.
 
Durante ese tiempo me evado,
me ahuyento y te ahuyento
y casi consigo creerme a mi misma,
y casi consigo dejar de pensarte…
 
Y casi consigo conseguir la paz…
 
Más el alba llega, y con ella sus luces
tenues y azuladas…
y el tibio recuerdo de dulces auroras,
y tu olor a vida…
 
Y la realidad.


domingo, 15 de diciembre de 2013





“N” DE NOCHE, “N” DE NERUDA
 
Puedo escribir los versos más tristes esta noche…
puedo cerrar los bares de la cuidad y, al alba,
puedo hacerme invisible, anónima, incorpórea:
puedo acaso morirme y que nadie se dé cuenta.
 
Puedo escribir los versos más dulces todavía
porque aún tengo en los labios el gusto de tu boca…
puedo descomponerme y seguido renovarme;
puedo reproducirme si el amor me fecunda.
 
Puedo escribir, pues tengo mil páginas en blanco,
mil versos diferentes, mil poemas distintos…
Puedo escupir romances, puedo llorar sonetos
desgranándose en líneas más largas que esta noche.


miércoles, 4 de diciembre de 2013



 
ESPÉRAME
 
Espérame
con la misma avidez con que la flor espera
la llegada del rocío,
con la misma calma con que el perro espera
la mano de su dueño,
con la misma dulzura con que el otoño espera
a las primeras nieves.
 
 
Espérame
sin querer consumirme entera antes de tiempo,
sin derribar las puertas que esperan ser abiertas,
sin agotar los días que quieren ser vividos.
 
 
Espérame
como se espera al tren que viene de muy lejos,
sin ruta, sin horarios, sin destino preciso.
Espérame cantando, mirando al horizonte
en los pies las maletas para iniciar la marcha.
 
Espérame
sonriente y en silencio, tu corazón henchido
de paz y de promesas, de gozo y de ternura.
Espérame anhelante, guardando siempre intacto
el amoroso impulso de los primeros días.
 




HUECOS
 
Se han ido deslizando suavemente
por el negro agujero del olvido
tus cajas de galletas atestadas
de tornillos y clavos retorcidos.
 
Se han quedado encerrados los olores
del barniz y la cola en un resquicio
de tu memoria, donde ya descansa
el pim-pón incesante del martillo.
 
 
Te veo todavía entre virutas,
entre serrín volátil y amarillo…
Te veo repasando los listones
a golpe de formón y de cepillo…
 
Te veo, la colilla entre los labios,
entornando los ojos, pensativo,
veo el azul batín con que frotabas
tus gafas de cristales blanquecinos.
 
Te veo ayer, te veo como fuiste:
te veo como siempre habías sido…
Te veo ayer porque me parte el alma
mirar tu ahora del ayer perdido.


lunes, 2 de diciembre de 2013





DE LA MANO
 
Tomarte de la mano,
exorcizar tus miedos,
avanzar vacilantes…
 
Tomarte de la mano
como a un niño pequeño
que se perdió en la calle…
 
Tomarte de la mano,
cerebro en punto muerto,
corazón expectante…
 
Tomarte de la mano
y marcharnos muy lejos…
Huir hasta ser nadie.


sábado, 30 de noviembre de 2013




A FLOR DE PIEL
 
Descorrió la cortina para proceder al reconocimiento. La paciente yacía sobre la camilla, los ojos cerrados y una sábana que apenas le cubría del pecho hasta las ingles. Ella temblaba, la piel blanca y fría mientras él examinaba las ronchas que se iban extendiendo por doquier. Eran como pequeñas pústulas rojizas sin apenas relieve que salpicaban su epidermis. Retiró un poco el lienzo para comprobar si el reparto era uniforme y quedó al descubierto un cuerpo núbil y perfecto, ideal incluso, de una tersura que jamás había visto pese a las imperfecciones de la enfermedad que tanto preocupaba a las hermanas y que él, en principio y cuando le expusieron el caso, había achacado al aislamiento y a la incomprensión por parte del resto del grupo. Y que su conversación con la paciente antes de iniciar el reconocimiento físico no había hecho sino certificar.
 
Intentó concentrarse en su trabajo y posó sus manos sobre una de las manchas para comprobar la textura. Acercó la lupa y se aproximó para ver más de cerca la lesión. Fue entonces cuando sintió cómo la respiración de ella se agitaba, un gemido apenas perceptible que se agudizó cuando él colocó sus dedos sobre el lunar, haciéndolos girar despacio para comprobar su textura, primero en una dirección y luego en la otra, un círculo concéntrico que él dibujaba lenta, dulce, delicadamente…
Hubo de detenerse al notar su propia excitación. Se incorporó y fue entonces cuando vio sus senos hinchados, los pezones endurecidos apuntando hacia lo alto, los labios entreabiertos dibujando una sensual sonrisa, los ojos cerrados, la plácida expresión… y el acompasado vaivén del tórax tensando el vientre y descubriendo allá, al fondo, el frondoso bosque de su vello púbico.
Siguió palpando las ronchas, ahora más una caricia que una auscultación, y los círculos se fueron ampliando hasta abarcar todo su vientre, la hendida línea del esternón, el redondo contorno de sus pequeños pechos, sus hombros blancos y huesudos… y ella se agitaba, dejándose llevar,  los ojos cerrados, suspirando y gimiendo quedamente, arqueando la espalda, elevando la zona prohibida de forma que él sentía su olor invadiéndolo todo…
 
Miró a la silla donde reposaban, impecablemente dobladas, sus ropas de novicia erróneamente confinada en un convento. Miró los hábitos y a continuación la miró a ella, tendida sobre la camilla, desnuda y blanca, virginal y a un tiempo henchida de deseo… Contempló la placidez y la angustia que su rostro reflejaba, miró sus cabellos negros y brillantes que habían llegado ocultos por la toca, reparó una vez más en la perfección de la línea de su vientre, en la armonía de sus formas, en el modo en que su pecho se agitaba cada vez que sus dedos se posaban en la piel…
La contemplaba mudo, maravillado, como  nunca en la vida lo había estado delante de un cuerpo de mujer. Excitado por su presencia evanescente y por ese olor a hembra que se le metía en el cerebro y le impedía pensar con claridad.
 
Tomó la sábana para cubrirla y le pidió que se vistiera. Una vez lo hubo hecho la acompañó hasta la puerta y la dejó marchar sin decir una palabra.


viernes, 29 de noviembre de 2013




LA NAVAJA
 
Era grande y afilada, con la cacha color beige, de concha y con una rendija y un tornillo en el extremo que permitía guardar el imponente y acerado filo en su interior al finalizar la tarea. Mi padre la guardaba en su funda de madera laminada, un estuche de dos piezas que encajaban la una dentro de la otra mediante un rebaje en el extremo de una de ellas.
 
Era la navaja un objeto prohibido que sólo de vez en cuando y bajo supervisión paterna se nos dejaba contemplar, y hasta tocar a veces. Yo me miraba en el metal brillante, mis ojos en mis ojos, mientras sujetaba cuidadosamente el acero con ambas manos, una en cada extremo, sosteniéndolo entre mis dedos como algo más frágil que dañino. Hasta que mi padre me la retiraba con cuidado y daba comienzo el ritual.
 
A mi padre le gustaba afeitarse en la cocina las mañanas del domingo, que es cuando tenía tiempo para hacerlo a fondo. Mientras yo jugueteaba con las cerdas de la brocha colocaba un espejo de plástico pequeño, de esos rectangulares que llevaban una patilla que servía lo mismo como pie que como colgador y llenaba con agua templada una pequeña palangana de metal que también guardaba lejos de nuestro alcance para que no la utilizásemos para jugar a las cocinitas. Después se mojaba la cara, esparcía el jabón por la brocha y el olor del ungüento llenaba la cocina y el cuarto de estar. El olor del jabón es, estoy segura, uno de los más evocadores. El de mi padre era una barra cremosa envuelta en papel metalizado que él iba desenrollando y cortando y por cuya superficie a mí me gustaba deslizar el dedo índice y después llevármelo a la nariz. ¡Qué bien huelen las cosas de los seres queridos en la infancia! Mi padre me dejaba hacer mientras arrimaba la cara al espejo, acodado en la mesa, la mano izquierda tensando la piel desde  la base del mentón y la derecha sujetando la navaja. Ver el filo retirando la blanca pasta y dejando tras él fragmentos de piel tersa y rosada es uno de los espectáculos más fascinantes que puede contemplar un niño. Su pulso era certero y apenas quedaban resquicios de jabón en su rostro. Lo hacía lentamente, sin perder de vista ni su imagen ni el filo de la faca. Ni a mí, que me gustaba comerme el jabón de vez en cuando.
 
Una vez terminaba limpiaba cuidadosamente el bacín, la brocha y la navaja y volvía a guardarlo todo en su rincón, lejos del alcance de nuestras pequeñas y traviesas manos. Luego se vestía de domingo y me llevaba de paseo. A mediodía, cuando volvíamos a casa, el perfume del jabón aún permanecía en la atmósfera mezclado con el apetitoso olor de la paella.




 
LLEGA LA TRISTEZA
 
Llega la tristeza en velos,
en mutables ráfagas aéreas…
Llega a veces en forma de palabras,
de miradas otras,
de adioses a menudo,
de malentendidos con frecuencia…
 
Llega la tristeza en nubes
a veces densas y otras desvaídas,
negras o grises, pálidas, azules,
intermitentes o deshilachadas…
 
Llega la tristeza y muta
la paz en desazón, la risa en llanto…
Llega y se instala, llega y se apoltrona,
llega y se filtra, llega y nos invade…
Llega y todo se tiñe de tristeza.
 
… Y al fin, un día, como vino, parte
y nos deja en el alma un sedimento
como el café en la taza,
negro y amargo poso
que no nos abandona en un principio,
que se queda adherido,
y que tan sólo pude diluirse
por medio de un larguísimo torrente
de transparentes lágrimas.


lunes, 25 de noviembre de 2013





TARJETAS
 
Ya no me cabe la foto
de mi novio en la cartera…
ya no me caben los kleenex,
ya no me caben las perras…
Y es que el espacio que antaño
ocuparon las monedas
y los billetes lo ocupan
hoy un millar de tarjetas…
 
Todo empezó con la Visa,
tan funcional y moderna,
que lo mismo te servía
para pagar una cuenta
del súper, que pa sacar
cuatro o cinco mil pesetas
del banco sin hacer cola
y sin la oficina abierta.
Luego llegó la del nif,
oséase la de hacienda,
más tarde la sanitaria…
 
Y después, y a tumba abierta
se desató de repente
una lluvia de tarjetas:
La travel club, tan azul,
tan generosa y viajera,
la del corte inglés, tan verde
tan pija, tan pinturera,
la del día, colorada
como una capa torera,
la del carrefour, que tiene
dibujadita una flecha,
la del eroski, que es red
y te deja sacar perras,
la del cine, la del párking,
la de la gasolinera,
la del café de la esquina,
la del salón de belleza,
la de la peluquería,
la del gimnasio, la nueva
Visa que aún no has activado
porque funciona la vieja
y que llevas, por si acaso
metidita en la cartera.
La tarjeta para el metro,
la tarjetita de Iberia,
la de fichar en el curro,
la del bus, la de la escuela,
la del club de vacaciones
y la de la biblioteca...
 
Y yo es que ya me confundo…
ya no sé cual es la buena,
llevo al día la de eroski
y se enfadan las cajeras,
llevo al médico la travel
y no me dan las recetas
llevo al banco la del cine
y me mandan a la mierda…
 
No puedo más, lo confieso…
Esto ya se me apodera…
Por dios, si hasta el otro día
el mendigo de la acera
del super me colocó
en la mano una tarjeta
de fidelidad que dice:
“Su pobre de cabecera
le agradece las propinas
y le sujeta la puerta”


 


domingo, 24 de noviembre de 2013




NADA MÁS QUE AGUA (VERSIÓN NÚMERO DOS)
 
Nada más que agua. Eso era lo que  pensaba. Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y gran amor.
 
Tampoco era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla. Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
 
Lo regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que a elle le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas por si podían resultarle tóxicos.
En fin, que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
 
Pero de nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
 
No se atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que decidió, y puesto que él iba a venir a cenar aquella noche, comprar un tiesto idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y enamorada. Claro que como no tenía tiempo de ir hasta la floristería les llamó por teléfono para ver si podían servirle a domicilio. Envió una foto del difunto tiesto y el propietario de la tienda le prometió que tendría el rosal en su casa en menos de media hora. Le pareció perfecto puesto que su chico llegaría en cuarenta y cinco minutos.
 
Acababa de salir de la ducha cuando sonó el timbre del portal: era el repartidor de la floristería. Salió a recibirlo de cualquier manera, con el albornoz y las pantuflas y una toalla enrollada a la cabeza. El chaval, un apuesto joven de veintipocos años, llegaba desfallecido, enrojecido y sudoroso. Había subido las escaleras de dos en dos porque el ascensor estaba ocupado. Se fue a por la cartera y lo dejó en la puerta, aún con las flores en las manos. Cuando volvió con el dinero se abrió el ascensor y apareció su novio, con un ramo de rosas, que se quedó de una pieza al ver al efebo sudoroso y aún ruborizado y  a su chica con el rosal entre las manos.
 
“Puedo explicártelo, cariño”- le dijo.


sábado, 23 de noviembre de 2013





NADA MÁS QUE AGUA
 
Nada más que agua. Eso era lo que  pensaba.

Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y gran amor.
 
Tampoco era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla. Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
 
Lo regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que a ella le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas por si podían resultarle tóxicos.
En fin, que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
 
Pero de nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
 
No se atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que decidió, y puesto que él vendría a cenar a la noche siguiente, comprar un tiesto idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y enamorada.
 
En esos pensamientos se hallaba cuando sonó el timbre de al puerta. Era él, que pasaba por allí y había decidido hacerle una visita. Lo miró y no supo bien cómo reaccionar. Pensó en echarlo de allí con una excusa, en decirle que le dolía la cabeza, en contarle una mentira, en fin, y así ganar tiempo para sustituir la planta que aún “lucía” sobre la mesa del salón, a escasos metros de donde se encontraban.
 
Finalmente tomó aliento, lo dejó pasar y antes de que pudiera moverse le estampó un beso de tornillo tras el cual le soltó, solemne: 
“Cariño… hay algo que tengo que decirte”