CALOR DE AYER
Fueron las sustitutas de los braseros. Llegaron orgullosas sobre sus cuatro ruedecillas, portátiles, metálicas y envueltas en un halo de misterio, más que por su novedad por la leyenda negra que siempre ha acompañado al uso del butano.
Eran las catalíticas un prisma rectangular con una puertecilla que a los niños nos encantaba abrir y cerrar, clac, clac, tras la que se ocultaba, recia y llamativa, la imponente bombona; esa mole pesada y un tanto maloliente que nos daba miedo hasta tocar porque, se decía, podía explotar en cualquier momento haciendo que la casa saliera despedida hacia arriba desde los cimientos y gravitase hasta traspasar la atmósfera terrestre y escapar de la galaxia, perdiéndose entre las nubes como pasaba con los cohetes de la Nasa. A mi me daba menos miedo sin la cabeza. La bombona digo. A lo mejor es porque en cierta ocasión una amiguita me confesó que había intentado suicidarse colocándose en la boca la goma anaranjada, pero que no se había muerto. Y quizás desde ese instante yo asocié el sistema de conexión con la cara de mi amiga, mutada en cera en el interior del ataúd. O quizá fuera porque el accesorio que servía para dar salida al gas tenía un aire como de casco de guerrero, la espita haciendo las veces de minúsculo penacho y ese collarín ridículo que había que ajustar meticulosamente, como si fuera una armadura de la que dependiera la supervivencia del miliciano. E incluso la mía. Que por eso mi madre nunca me dejaba tocar la anilla negra, advirtiéndome de que si esta se desajustaba el gas saldría al exterior, invadiendo la sala y haciendo tal vez que la casa volase por los aires, atravesando la atmósfera y… en fin, todas esas cosa que he contado un poco más arriba.
Tenían las catalíticas una pantalla frontal de enrejillado que a veces se dividía en tres partes, como los cuadros de las iglesias, de forma que uno podía decidir cuántas placas quería utilizar. Al principio se cebaban con cerillas, arrimando la llama al conducto de salida del gas con mucha precaución. Más tarde inventaron lo del encendido automático, que consistía en un botón que había que presionar durante unos segundos hasta que la llama prendía, desatando un resplandor violáceo que se expandía, flossss, por la pantalla, como un fogonazo galáctico, dejando una estela de chispas amarillas prendidas de los dibujos de la rejilla protectora. Ese era mi momento favorito: esa llamarada azul y maloliente que me hacía sentir al límite, como una navegante del espacio, ingrávida y sin oxígeno, a punto de morir de asfixia y de ansiedad mientras veía cómo la rugosa superficie se iba tiñendo de naranja mientras que la tóxica bocanada de gas se diluía suavemente con el resto de los olores de la estancia.
#SafeCreative Mina Cb
Fueron las sustitutas de los braseros. Llegaron orgullosas sobre sus cuatro ruedecillas, portátiles, metálicas y envueltas en un halo de misterio, más que por su novedad por la leyenda negra que siempre ha acompañado al uso del butano.
Eran las catalíticas un prisma rectangular con una puertecilla que a los niños nos encantaba abrir y cerrar, clac, clac, tras la que se ocultaba, recia y llamativa, la imponente bombona; esa mole pesada y un tanto maloliente que nos daba miedo hasta tocar porque, se decía, podía explotar en cualquier momento haciendo que la casa saliera despedida hacia arriba desde los cimientos y gravitase hasta traspasar la atmósfera terrestre y escapar de la galaxia, perdiéndose entre las nubes como pasaba con los cohetes de la Nasa. A mi me daba menos miedo sin la cabeza. La bombona digo. A lo mejor es porque en cierta ocasión una amiguita me confesó que había intentado suicidarse colocándose en la boca la goma anaranjada, pero que no se había muerto. Y quizás desde ese instante yo asocié el sistema de conexión con la cara de mi amiga, mutada en cera en el interior del ataúd. O quizá fuera porque el accesorio que servía para dar salida al gas tenía un aire como de casco de guerrero, la espita haciendo las veces de minúsculo penacho y ese collarín ridículo que había que ajustar meticulosamente, como si fuera una armadura de la que dependiera la supervivencia del miliciano. E incluso la mía. Que por eso mi madre nunca me dejaba tocar la anilla negra, advirtiéndome de que si esta se desajustaba el gas saldría al exterior, invadiendo la sala y haciendo tal vez que la casa volase por los aires, atravesando la atmósfera y… en fin, todas esas cosa que he contado un poco más arriba.
Tenían las catalíticas una pantalla frontal de enrejillado que a veces se dividía en tres partes, como los cuadros de las iglesias, de forma que uno podía decidir cuántas placas quería utilizar. Al principio se cebaban con cerillas, arrimando la llama al conducto de salida del gas con mucha precaución. Más tarde inventaron lo del encendido automático, que consistía en un botón que había que presionar durante unos segundos hasta que la llama prendía, desatando un resplandor violáceo que se expandía, flossss, por la pantalla, como un fogonazo galáctico, dejando una estela de chispas amarillas prendidas de los dibujos de la rejilla protectora. Ese era mi momento favorito: esa llamarada azul y maloliente que me hacía sentir al límite, como una navegante del espacio, ingrávida y sin oxígeno, a punto de morir de asfixia y de ansiedad mientras veía cómo la rugosa superficie se iba tiñendo de naranja mientras que la tóxica bocanada de gas se diluía suavemente con el resto de los olores de la estancia.
#SafeCreative Mina Cb
Te parecerá mentira, Inma, pero en Extremadura todavía se utilizan los braseros, tanto eléctricos como de butano, y las estufas catalíticas. Son numerosos los hogares que carecen de calefacción y no creas que son muy antiguos, algunos tienen menos de diez años. Me ha gustado esta retrospección intimista.
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