viernes, 26 de diciembre de 2014



LA FIESTA

A mi esto de la Navidad me recuerda a veces un poco a las bodas. Uno se pone a prepararla de antemano, con muchos nervios y mucha ceremonia. Y mucho gasto. Porque parece que sin gasto no se puede hablar de fiesta. Y con muchos invitados también. Aunque luego pase también como en las bodas: que una vez que se han cursado las invitaciones uno empieza a plantearse que no tiene sitio para alojar a tanta gente. Y las ausencias, que siempre nos provocan desazón: esas negativas a asistir al banquete que vienen acompañadas de la manida excusa del “lo siento, pero me es imposible porque ya tengo otro compromiso”.

Y así, cuando llega el día señalado, en lugar de ilusionados y felices amanecemos nerviosos y enfadados con el mundo. Y nos pegamos la jornada a la carrera, metidos en atascos y dándole al claxon todo el tiempo, entrando a última hora en tiendas de regalos que están a punto de cerrar y soportando con mala conciencia las miradas de furia de los dependientes, que quieren irse a cenar con su familia y que no tienen la culpa de nuestra angustia y nuestra falta de previsión. Y rodeados de platos y cazuelas, descifrando como podemos el enrevesado lenguaje de los libros de cocina “para ocasiones especiales” para comprobar con desazón que no nos queda igual que al de la foto. Y limpiándonos con el delantal las lágrimas que caen de los ojos al cortar la cebolla, y que la nostalgia navideña acaba convirtiendo en un pequeño torrente bobalicón y dulce del que nos sacan siempre la alarma del horno o el timbre del teléfono. Y al fin la mesa engalanada, y la familia vestida de fiesta, y el espumillón dorado, y las malas caras con los que llegan tarde pero a los que no decimos nada por tener la fiesta en paz… Y los niños, esos adornos animados y traviesos sin los que la Navidad perdería su sentido. Y la tensión que se va liberando a golpe de rioja y de sorbete, y otra vez las lágrimas, y los besos, y la televisión de fondo. Y el abeto encendiéndose y apagándose, aislado y solitario en su rincón, ajeno a las voces, a los cantos y al estallido de las botellas al abrirse. Y cuando todo acaba y uno regresa al salón vacío y se enfrenta con la visión de la enorme sala inanimada y cubierta de confetti, y el eco de las risas agitándose aún entre el humo de las velas encendidas, una sensación de paz y abandono se adueña del espíritu. Y nos dejamos caer sobre el sillón, ya exhaustos, a recrearnos en el caos imperante de copas vacías y envoltorios satinados…

Y sonreímos con alivio, como la novia que (al fin) puede quitarse esos incómodos zapatos en los que ha pasado encaramada todo el día.

#SafeCreative Mina Cb

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