EL TÍO DAMIÁN
No se podía decir que no la hubiera corrido de joven, sino más bien que le cogió tal gusto que ni de viejo llegó a sentar la cabeza. De modo que una vez que su santa esposa se fue al cielo, los hijos, que eran herederos de los genes de su progenitor, desvalijaron la casa, cables y tuberías incluidos, y un sobrino muy juicioso al que había apadrinado en otros tiempos y que le tenía una especial estima se cansó de jugar al Paco Lobatón cada vez que el anciano se pasaba con el clarete y se hizo cargo de los trámites para ingresarlo en una residencia, cosa a la que el viejo se resistió en un principio pero que le acabó gustando. Sobre todo cuando la diabetes provocada por el abuso del alcohol le produjo una gangrena que hizo que le fuera amputada la pierna izquierda y la familia le regaló una silla eléctrica con la cual podía dedicarse a su deporte favorito, que era el de perseguir, a veces con éxito, a las cuidadoras de la institución y escaparse de vez en cuando hasta el bar de al lado, donde siempre acababa encontrando algún parroquiano que le pagaba un anisette mientras él le relataba cómo había perdido la pierna en la batalla de Belchite.
Tenía más de noventa años cuando una insuficiencia respiratoria, provocada quizás por las más de dos cajetillas diarias que fumaba, lo puso al borde de la muerte. Las monjitas decidieron confinarlo en una habitación algo más grande, donde había un sillón en el cual su sacrosanto sobrino podría pasar la noche cuidando de él. La respuesta de Damián fue que aquél nuevo cuarto no le gustaba porque tenía menos luz que el anterior y que a su sobrino podía partirle un rayo. De modo que las hermanas lo instalaron de nuevo en su anterior alcoba y el chaval pasaba las noches hecho un cuatro en la silla y sin pegar ojo a causa de los ronquidos y los estertores de su tío, del que se ocupaba con una incomprensible abnegación pese a los desaires y los insultos con que el viejo lo obsequiaba.
Como aquella mañana en que el hombre despertó de repente, agitado y pálido, sacudió al joven y le gritó:
“¡Mecagüensós!¡Me muero!”
Y a continuación dejó de respirar.
#SafeCreative Mina Cb
No se podía decir que no la hubiera corrido de joven, sino más bien que le cogió tal gusto que ni de viejo llegó a sentar la cabeza. De modo que una vez que su santa esposa se fue al cielo, los hijos, que eran herederos de los genes de su progenitor, desvalijaron la casa, cables y tuberías incluidos, y un sobrino muy juicioso al que había apadrinado en otros tiempos y que le tenía una especial estima se cansó de jugar al Paco Lobatón cada vez que el anciano se pasaba con el clarete y se hizo cargo de los trámites para ingresarlo en una residencia, cosa a la que el viejo se resistió en un principio pero que le acabó gustando. Sobre todo cuando la diabetes provocada por el abuso del alcohol le produjo una gangrena que hizo que le fuera amputada la pierna izquierda y la familia le regaló una silla eléctrica con la cual podía dedicarse a su deporte favorito, que era el de perseguir, a veces con éxito, a las cuidadoras de la institución y escaparse de vez en cuando hasta el bar de al lado, donde siempre acababa encontrando algún parroquiano que le pagaba un anisette mientras él le relataba cómo había perdido la pierna en la batalla de Belchite.
Tenía más de noventa años cuando una insuficiencia respiratoria, provocada quizás por las más de dos cajetillas diarias que fumaba, lo puso al borde de la muerte. Las monjitas decidieron confinarlo en una habitación algo más grande, donde había un sillón en el cual su sacrosanto sobrino podría pasar la noche cuidando de él. La respuesta de Damián fue que aquél nuevo cuarto no le gustaba porque tenía menos luz que el anterior y que a su sobrino podía partirle un rayo. De modo que las hermanas lo instalaron de nuevo en su anterior alcoba y el chaval pasaba las noches hecho un cuatro en la silla y sin pegar ojo a causa de los ronquidos y los estertores de su tío, del que se ocupaba con una incomprensible abnegación pese a los desaires y los insultos con que el viejo lo obsequiaba.
Como aquella mañana en que el hombre despertó de repente, agitado y pálido, sacudió al joven y le gritó:
“¡Mecagüensós!¡Me muero!”
Y a continuación dejó de respirar.
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