EL SOÑADOR
Era diferente. Lo supo enseguida. No de inmediato puesto que ser diferente no es como ser chico o chica. O incluso rubio, inquieto o mal comedor. Quiero decir que no es algo de lo que los padres se den cuenta al cabo de pocos días, sino que más bien lo perciben cuando el niño empieza a tomar contacto con el entorno y descubren que no es como los otros, esto es, que prefiere leer a jugar al fútbol, que pregunta de qué material están hechas las alas de los pájaros en vez de por qué vuelan o que cuando va al cine se dedica a meditar acerca del sistema que hace girar los asientos de las butacas en lugar de hacer caso a la película.
Y un niño así, evidentemente, tiene bien poco que hacer entre el resto de los niños…
Pero el problema fue el de siempre, o sea que los padres pensaron que se trataba de algo transitorio y empezaron a apuntarlo a cursos de judo y de solfeo. Y al niño le aburrían las corcheas y los golpes. Y lo único que hacía todo el tiempo era mirar a las arañas que corrían por el techo, o anudar y desanudar el cinturón de su kimono, tirando con fuerza hasta quedarse sin respiración mientras contaba en silencio, uno… dos… tres… cuatro… los segundos que era capaz de retener el aire en sus pulmones sin perder el conocimiento y caer como un fardo encima del tatami; o inventarse historias donde la clave de sol se fugaba con una semifusa y el pentagrama quedaba convertido en un tendido eléctrico lleno de corcheas y semicorcheas que piaban, girando la cabeza a un lado y otro, mientras el horizonte se oscurecía y una pavorosa tormenta se desataba en el interior del aula de paredes amarillas.
Hasta que un día sus papás se hartaron de gastar el dinero tontamente y lo dejaron con sus libros y sus ideas raras, convencidos de que ya se encargaría la vida de domesticarlo, y siguieron firmándole los boletines de las notas, y las solicitudes de las becas, y todos esos documentos en los que los adultos deben estampar sus rúbricas hasta que llega el momento en que la ley nos autoriza a hacerlo a nosotros mismos. Y así, al hacerse mayor intentó una vez más seguir la ruta establecida: trabajar y casarse, y continuar fingiendo que era como todos, y que le gustaban el fútbol y los bares, y acudir a cenas de parejas donde los hombres se sentaban en un lado y las mujeres en el otro, y hablar mal de la juventud y del gobierno, e ir a comer paella los domingos a casa de los padres…
Y al fin todo estalló, y su genialidad acabó manifestándose, evidente y espléndida aunque llena de complejos. Y mandó a la mierda todo, y gritó a pleno pulmón que era distinto, y que le importaban un pimiento el fútbol, la cerveza y las pelis de Bruce Willis. Y que estaba hasta los huevos de las cenas con parejas, y de la paella, y hasta del trabajo aunque no pudiese dejarlo. Y de ese maldito retrato que le hicieron en la mili y que colgaba de la pared de su habitación de soltero desde hacía casi treinta años. Y tomó la decisión de empezar a ser él mismo, aunque el precio a pagar fueran la soledad y el desamparo.
Y fue entonces cuando supo que durante toda su vida había estado solo. Aunque sin libertad.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Mónica Carretero Ilustradora
Era diferente. Lo supo enseguida. No de inmediato puesto que ser diferente no es como ser chico o chica. O incluso rubio, inquieto o mal comedor. Quiero decir que no es algo de lo que los padres se den cuenta al cabo de pocos días, sino que más bien lo perciben cuando el niño empieza a tomar contacto con el entorno y descubren que no es como los otros, esto es, que prefiere leer a jugar al fútbol, que pregunta de qué material están hechas las alas de los pájaros en vez de por qué vuelan o que cuando va al cine se dedica a meditar acerca del sistema que hace girar los asientos de las butacas en lugar de hacer caso a la película.
Y un niño así, evidentemente, tiene bien poco que hacer entre el resto de los niños…
Pero el problema fue el de siempre, o sea que los padres pensaron que se trataba de algo transitorio y empezaron a apuntarlo a cursos de judo y de solfeo. Y al niño le aburrían las corcheas y los golpes. Y lo único que hacía todo el tiempo era mirar a las arañas que corrían por el techo, o anudar y desanudar el cinturón de su kimono, tirando con fuerza hasta quedarse sin respiración mientras contaba en silencio, uno… dos… tres… cuatro… los segundos que era capaz de retener el aire en sus pulmones sin perder el conocimiento y caer como un fardo encima del tatami; o inventarse historias donde la clave de sol se fugaba con una semifusa y el pentagrama quedaba convertido en un tendido eléctrico lleno de corcheas y semicorcheas que piaban, girando la cabeza a un lado y otro, mientras el horizonte se oscurecía y una pavorosa tormenta se desataba en el interior del aula de paredes amarillas.
Hasta que un día sus papás se hartaron de gastar el dinero tontamente y lo dejaron con sus libros y sus ideas raras, convencidos de que ya se encargaría la vida de domesticarlo, y siguieron firmándole los boletines de las notas, y las solicitudes de las becas, y todos esos documentos en los que los adultos deben estampar sus rúbricas hasta que llega el momento en que la ley nos autoriza a hacerlo a nosotros mismos. Y así, al hacerse mayor intentó una vez más seguir la ruta establecida: trabajar y casarse, y continuar fingiendo que era como todos, y que le gustaban el fútbol y los bares, y acudir a cenas de parejas donde los hombres se sentaban en un lado y las mujeres en el otro, y hablar mal de la juventud y del gobierno, e ir a comer paella los domingos a casa de los padres…
Y al fin todo estalló, y su genialidad acabó manifestándose, evidente y espléndida aunque llena de complejos. Y mandó a la mierda todo, y gritó a pleno pulmón que era distinto, y que le importaban un pimiento el fútbol, la cerveza y las pelis de Bruce Willis. Y que estaba hasta los huevos de las cenas con parejas, y de la paella, y hasta del trabajo aunque no pudiese dejarlo. Y de ese maldito retrato que le hicieron en la mili y que colgaba de la pared de su habitación de soltero desde hacía casi treinta años. Y tomó la decisión de empezar a ser él mismo, aunque el precio a pagar fueran la soledad y el desamparo.
Y fue entonces cuando supo que durante toda su vida había estado solo. Aunque sin libertad.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Mónica Carretero Ilustradora
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